Santiago subió las escaleras con pasos pesados, la sangre ardiendo en las venas. Marcó el número de su madre sin pensarlo. Al segundo tono, ella respondió.
— Hola, hijo.
— ¿Por qué está aquí? — Soltó él, sin cortesía, sin preámbulos.
Del otro lado de la línea hubo una pausa. Luego, la voz de su madre se volvió serena, casi condescendiente.
— Sabes perfectamente por qué, Santiago. Necesitas compañía. Alguien que te ayude. Alexa es…
— ¡No necesito a nadie! — La interrumpió. — Y menos a una desconocida que se mueve por mi casa como si le perteneciera.
— No es una desconocida. La conoces. La has conocido desde hace más tiempo del que admites.
Santiago apretó el teléfono con fuerza. Sabía que sus padres no se detenían ante nada y que siempre vigilaban cada uno de sus movimientos.
— No quiero que se quede. No confío en ella.
— No es cuestión de confianza. — Dijo su padre, tomando la llamada en conferencia, como solía hacer cuando las cosas se ponían serias. — Es cuestión de lo que está en juego. Y no vamos a discutirlo más.
El silencio que siguió fue aún más ruidoso que los gritos.
— ¿Crees que realmente me importa? — Preguntó Santiago, esta vez más bajo. Más peligroso.
— Sólo debes ser paciente. — Dijo su madre. — Tal vez ella terminé siendo mejor que…
Santiago cerró los ojos por un segundo interrumpiendo de inmediato a su madre.
— Entonces no esperen que permanezca mucho tiempo en este lugar. Porque no lo hará.
— No queremos que le tengas apreció, sólo… — Respondió su padre. —. Queremos que puedas ayudarla. — La línea se cortó sin despedidas.
Esa tarde, Santiago encontró a Alexa en el invernadero. Un lugar que siempre había considerado privado, casi sagrado, algo que había preparado especialmente para la mujer que amaba. Ninguno de los empleados se atrevía a entrar sin su permiso. Pero ahí estaba ella, sentada entre las macetas, con las piernas cruzadas y un libro de su colección personal en las manos.
— ¿Quién te dio permiso para estar aquí? — preguntó él desde la entrada, la voz dura.
Alexa alzó la vista sin inmutarse.
— La puerta estaba abierta.
— Eso no significa que puedas entrar.
— Entonces deberías cerrarla con llave. — Respondió, hojeando el libro sin mirarlo. —. Si algo te importa tanto, cuídalo mejor.
Santiago dio un paso dentro, sintiendo que el control de su espacio, de su vida, se le escurría entre los dedos.
— No tienes idea de lo que estás haciendo.
— Tengo una idea bastante clara —. Dijo ella, dejando el libro sobre la mesa de mármol. —. Pero parece que tú no quieres verla.
—¿Y qué se supone que debo ver?
Alexa lo miró fijamente, con una mezcla de desafío en la mirada.
— Que no todo en tu mundo gira en torno al control, Santiago. A veces, las cosas simplemente...
— No en mi casa. No sé lo que estés tramando, o lo que están tramando tus padres junto a los míos, pero sea lo que sea no sucederá. — Respondió él, tajante.
Apenas pasadas las cinco, Santiago bajó las escaleras y se detuvo en seco al oír risas provenientes del salón principal.
Era la voz de Alexa. Entró al salón y la encontró sentada en el sofá, rodeada de tres empleados de la casa. Jugaban cartas. Había refrescos, bocadillos, música suave de fondo. Parecía una reunión entre amigos.
— ¿Qué demonios es esto? — preguntó Santiago, con la voz baja pero cargada de furia.
Los empleados se levantaron de inmediato, murmurando disculpas, mientras recogían las cosas a toda prisa. Alexa, en cambio, no se movió.
— ¿No te enseñaron modales? Se saluda al entrar. — Dijo, sin molestarse en mirarlo.
Santiago caminó hasta ella con los puños apretados.
— Esto no es un club social. ¿Quién te crees para dar órdenes a mi gente? ¿Para invadir cada rincón de esta casa?
—No les di órdenes. — Respondió ella, encogiéndose de hombros —. Solo los invité a relajarse. Parecían necesitados de un respiro.
— No es tu lugar hacerlo. No entiendes las reglas aquí, ¿verdad?
— Entiendo que las tuyas están hechas para mantenerte encerrado. — Le espetó—. Tal vez por eso esta casa parece un mausoleo.
Santiago la miró, furioso. La soltura con la que hablaba, su sonrisa tranquila, lo desarmaban más que cualquier grito.
— No tienes derecho a estar aquí.
— Y sin embargo, aquí estoy. — Dijo ella, cruzando las piernas con una sonrisa ladeada —. Tal vez deberías empezar a preguntarte por qué.
Esa noche, Santiago la estaba esperando en el comedor, solo, de pie junto a la mesa perfectamente puesta.
Cuando Alexa entró, notó de inmediato el cambio en el ambiente. No había música, ni empleados, ni luz cálida. Solo él. Inmóvil. Silencioso.
— ¿Qué pasa? — preguntó, con un deje de burla en la voz.
Santiago alzó la mirada con una frialdad cortante.
— Siéntate.
Alexa vaciló por un segundo. Luego obedeció, más por curiosidad que por respeto.
— Ya dejaste claro que no respetas nada. — Empezó él —. Ni las reglas, ni los espacios, ni a las personas que trabajan aquí.
Ella alzó una ceja, desafiante.
— ¿Ahora vas a darme una lección de moral?
— No. Voy a darte límites. — Dijo, clavando los ojos en los suyos—. Y esta vez, no vas a ignorarlos.
Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y lo dejó frente a ella.
— ¿Qué es esto?
— Tu asignación. A partir de mañana, dejarás esta ala de la casa. Tendrás tu espacio limitado al ala sur. No tendrás acceso al despacho, al invernadero, ni a las habitaciones del personal. Los empleados no tienen permitido recibir instrucciones tuyas. Y si violas alguna de estas condiciones, te haré sacar de aquí. Con o sin el consentimiento de mis padres.
Alexa abrió el sobre con lentitud. Dentro había un croquis de la mansión, subrayado en rojo. Límites, reglas claras.
— No puedes echarme. — Dijo ella, en voz baja.
— No todavía. — Respondió Santiago, acercándose un paso —. Pero puedo aislarte. Invisibilizarte. Hacer que tu estadía aquí sea exactamente lo que no quieres, irrelevante.
Por primera vez, Alexa no respondió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque entendía que había tocado algo más profundo, el orgullo de un hombre que ya no pensaba tolerar un juego que no empezó él.
El ala sur era cómoda, sí, pero no era lo que Alexa esperaba. Las ventanas daban al jardín más sombrío de la mansión, el mobiliario era austero y, sobre todo, la sensación de aislamiento era palpable. Durante los primeros dos días, se mantuvo tranquila, observaba, planeaba. El tercer día, actuó.Esperó a que Santiago saliera por la mañana. Fingió una caminata inocente por el jardín y, con naturalidad, cruzó de nuevo al ala norte. Su objetivo, el despacho. Quería seguir explorando, pero más que nada, quería provocarlo.La puerta estaba cerrada, como era de esperarse. Pero no con llave. Sonrió. “Deberías cerrarla”, había dicho él. Qué ironía.Entró. La habitación estaba impecable. Demasiado. No había papeles a la vista, ni carpetas, ni nada útil. Solo libros alineados con precisión quirúrgica. Caminó entre ellos, pasando los dedos por los lomos, hasta que uno llamó su atención. Lo tomó. Lo abrió.Estaba vacío. Solo tapas, sin páginas. Entonces escuchó la voz detrás de ella.— ¿Buscabas
Santiago había pasado la noche revisando minuciosamente los documentos que debía presentar a sus padres y a la junta directiva de la empresa familiar. Todo debía ser perfecto; cifras, reportes, pronósticos; cada palabra calibrada para reforzar su liderazgo. Mientras tanto, en el ala sur, Alexa esperaba con frialdad. La receta de sabotaje que había elaborado en la noche previa bullía en su mente.Al llegar al salón, notó que el ambiente ya estaba tenso. Empleados y familiares se habían reunido para la presentación matutina. Santiago se encontraba al frente, preparado para exponer, cuando un murmullo comenzó a recorrer la sala. Uno de los asistentes, con voz temblorosa, levantó la mano.— Disculpe, señor Barnein, estos números... no coinciden con los reportados la semana pasada.Santiago frunció el ceño, mirando el informe que había distribuido. Fue entonces cuando un empleado, con expresión desconcertada, sacó del sobre un documento manchado de tinta roja y tachaduras. La evidencia era
Alexa aún sostenía el expediente cuando Santiago se lo arrebató sin una palabra. Sus ojos se encontraron, y por un segundo, Alexa sintió que iba a romper ese muro que él siempre mantenía. Pero no. Él solo se dio media vuelta, abrió la puerta y se fue. Cerró sin violencia, pero con una fuerza que decía más que cualquier grito.Media hora después, el sonido de la puerta del despacho del padre de Santiago sacudió la mansión. Éste no pidió permiso para entrar. Lo hizo como lo hacía todo; directo, decidido, sin rodeos. Sus padres estaban allí, sentados en silencio, revisando informes. Al verlo, su madre levantó la vista primero, ya sabiendo que la tormenta se acercaba.— Necesitamos hablar— Dijo él observando a sus padres sin ninguna emoción en su rostro. — ¿Sobre Alexa? —. Preguntó su padre, cruzando los brazos—. Imaginé que tardarías menos.Santiago arrojó el expediente sobre la mesa.— ¿Qué es esto? ¿Quién autorizó este tipo de seguimiento? ¿Qué significa eso de “proceso de integración
El aeropuerto estaba silencioso a esa hora de la noche. Santiago esperaba con las manos en los bolsillos y el corazón agitado. No sabía exactamente qué iba a decirle. Solo sabía que tenía que verla. Que no podía seguir ignorando lo que ella significaba para él.Savannah apareció entre la multitud con esa elegancia serena que siempre la distinguía. No corrió hacia él, no sonrió. Caminó con paso firme, su mirada fija en la suya. Sabía que Santiago estaba allí, pero también sabía que esperaba una tormenta. Cuando estuvieron frente a frente, ella no lo abrazó de inmediato.— ¿Viniste solo? —. Preguntó con tono neutro.— Siempre lo estoy cuando tú no estás.Savannah alzó una ceja, con una mezcla de sarcasmo y tristeza.— ¿Incluso con una chica viviendo en tu casa?Santiago tragó saliva.— No la pedí. No la quiero ahí. Y estoy tratando de sacarla.— No tan fuerte como deberías —. Dijo ella, sin rabia, pero sin suavidad.Santiago bajó la mirada. Pero Savannah, tras un segundo, dio un paso má
El comedor principal de la mansión de los Barnein, estaba bañado por una luz tenue que se filtraba por las ventanas de vidrió, de esas que no invitan a hablar, sino a escuchar. Los padres de Santiago estaban en la sala principal cuando éste llegó. Su padre leía el periódico, su madre revolvía el té sin beberlo. Ambos levantaron la vista cuando lo vieron aparecer.— Necesitamos hablar —. Dijo Santiago, sin rodeos.Su madre dejó la cucharilla. Su padre dobló el periódico con calma.— ¿Sobre Alexa? —preguntó él.Santiago asintió.— Ella se va. Y esta vez, no pienso negociar.Hubo un silencio breve. Tenso.— Hijo… — Empezó su madre, con voz pausada —. Alexa está allí por una razón. Su familia tiene una historia con la nuestra. No puedes simplemente…— No lo decidieron conmigo. Me impusieron una situación sin consultarme, en mi propia casa. Eso ya fue un error.— Queríamos ayudarte. — Intervino su padre —. Te estás acercando a un punto en tu vida donde debes elegir qué tipo de mujer quiere
El reloj marcaba las 11:47 p.m. Santiago había llegado nuevamente a la casa de sus padres, todos dormían. Éste entró en silencio, descalzo, con la chaqueta sobre el brazo y el corazón más alerta que nunca.No encendió las luces. Conocía la mansión de memoria. Caminó hasta la biblioteca, un lugar que su madre frecuentaba más que nadie, y que pocas veces alguien más osaba tocar.La cerradura estaba simple. No había llave. Eso, ya de por sí, le pareció extraño. Demasiado accesible para alguien tan reservada como su madre. Encendió una lámpara pequeña sobre el escritorio. Empezó a revisar. No buscaba nada en particular, pero sabía que algo debía haber.Pasaron minutos… hasta que lo encontró. Un cajón oculto. Un compartimento en la parte inferior del archivador. Forzó un poco con una navaja de escritorio, hasta que escuchó el “clic”. Al abrirlo pudo ver una caja de madera bien cuidada. La abrió con cuidado, y en su interior encontró unas cartas.Algunas estaban escritas a mano; otras estab
El motor del auto se apagó frente a los altos portones de hierro forjado. Santiago no esperó a que el chofer le abriera la puerta; después de tres días en Madrid cerrando acuerdos y rodeado de trajes vacíos, necesitaba respirar el aire de su hogar.La mansión se alzaba con su habitual sobriedad elegante, sus muros blancos contrastando con el cielo gris de la tarde. Todo parecía en orden… al menos, en la superficie.Caminó por el pasillo principal, su maleta aún en la mano. El silencio de la casa era extraño. A esta hora, siempre había algunos empleados en los alrededores.— Señor, bienvenido. — Su nana aparece frente a él. — No lo esperaba hoy.— ¿Dónde están todos? — Habló con tono grave, dejando su abrigo sobre la silla del recibidor.— Bueno, todos terminaron sus deberes temprano y se fueron a descansar. — Habla con calma.Él no dice nada más, y decide ir a su habitación.Subió las escaleras con paso firme, pero al doblar por el pasillo que conducía a las habitaciones, algo lo det