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Capítulo 2: ¿Por qué está aquí?

Santiago subió las escaleras con pasos pesados, la sangre ardiendo en las venas. Marcó el número de su madre sin pensarlo. Al segundo tono, ella respondió.

— Hola, hijo.

— ¿Por qué está aquí? — Soltó él, sin cortesía, sin preámbulos.

Del otro lado de la línea hubo una pausa. Luego, la voz de su madre se volvió serena, casi condescendiente.

— Sabes perfectamente por qué, Santiago. Necesitas compañía. Alguien que te ayude. Alexa es… 

— ¡No necesito a nadie! — La interrumpió. — Y menos a una desconocida que se mueve por mi casa como si le perteneciera.

— No es una desconocida. La conoces. La has conocido desde hace más tiempo del que admites.

Santiago apretó el teléfono con fuerza. Sabía que sus padres no se detenían ante nada y que siempre vigilaban cada uno de sus movimientos. 

— No quiero que se quede. No confío en ella.

— No es cuestión de confianza. — Dijo su padre, tomando la llamada en conferencia, como solía hacer cuando las cosas se ponían serias. — Es cuestión de lo que está en juego. Y no vamos a discutirlo más.

El silencio que siguió fue aún más ruidoso que los gritos.

— ¿Crees que realmente me importa? — Preguntó Santiago, esta vez más bajo. Más peligroso.

— Sólo debes ser paciente. — Dijo su madre. — Tal vez ella terminé siendo mejor que…

Santiago cerró los ojos por un segundo interrumpiendo de inmediato a su madre.

— Entonces no esperen que permanezca mucho tiempo en este lugar. Porque no lo hará.

— No queremos que le tengas apreció, sólo…  — Respondió su padre. —. Queremos que puedas ayudarla. — La línea se cortó sin despedidas.

Esa tarde, Santiago encontró a Alexa en el invernadero. Un lugar que siempre había considerado privado, casi sagrado, algo que había preparado especialmente para la mujer que amaba. Ninguno de los empleados se atrevía a entrar sin su permiso. Pero ahí estaba ella, sentada entre las macetas, con las piernas cruzadas y un libro de su colección personal en las manos.

— ¿Quién te dio permiso para estar aquí? — preguntó él desde la entrada, la voz dura.

Alexa alzó la vista sin inmutarse.

— La puerta estaba abierta.

— Eso no significa que puedas entrar.

— Entonces deberías cerrarla con llave. — Respondió, hojeando el libro sin mirarlo. —. Si algo te importa tanto, cuídalo mejor.

Santiago dio un paso dentro, sintiendo que el control de su espacio, de su vida, se le escurría entre los dedos.

— No tienes idea de lo que estás haciendo.

— Tengo una idea bastante clara —. Dijo ella, dejando el libro sobre la mesa de mármol. —. Pero parece que tú no quieres verla.

—¿Y qué se supone que debo ver?

Alexa lo miró fijamente, con una mezcla de desafío en la mirada.

— Que no todo en tu mundo gira en torno al control, Santiago. A veces, las cosas simplemente...

— No en mi casa. No sé lo que estés tramando, o lo que están tramando tus padres junto a los míos, pero sea lo que sea no sucederá.  — Respondió él, tajante.

Apenas pasadas las cinco, Santiago bajó las escaleras y se detuvo en seco al oír risas provenientes del salón principal.

Era la voz de Alexa. Entró al salón y la encontró sentada en el sofá, rodeada de tres empleados de la casa. Jugaban cartas. Había refrescos, bocadillos, música suave de fondo. Parecía una reunión entre amigos.

— ¿Qué demonios es esto? — preguntó Santiago, con la voz baja pero cargada de furia.

Los empleados se levantaron de inmediato, murmurando disculpas, mientras recogían las cosas a toda prisa. Alexa, en cambio, no se movió.

— ¿No te enseñaron modales? Se saluda al entrar.  — Dijo, sin molestarse en mirarlo.

Santiago caminó hasta ella con los puños apretados.

— Esto no es un club social. ¿Quién te crees para dar órdenes a mi gente? ¿Para invadir cada rincón de esta casa?

—No les di órdenes. — Respondió ella, encogiéndose de hombros —. Solo los invité a relajarse. Parecían necesitados de un respiro.

— No es tu lugar hacerlo. No entiendes las reglas aquí, ¿verdad?

— Entiendo que las tuyas están hechas para mantenerte encerrado. — Le espetó—. Tal vez por eso esta casa parece un mausoleo.

Santiago la miró, furioso. La soltura con la que hablaba, su sonrisa tranquila, lo desarmaban más que cualquier grito.

— No tienes derecho a estar aquí.

— Y sin embargo, aquí estoy. — Dijo ella, cruzando las piernas con una sonrisa ladeada —. Tal vez deberías empezar a preguntarte por qué.

Esa noche, Santiago la estaba esperando en el comedor, solo, de pie junto a la mesa perfectamente puesta.

Cuando Alexa entró, notó de inmediato el cambio en el ambiente. No había música, ni empleados, ni luz cálida. Solo él. Inmóvil. Silencioso.

— ¿Qué pasa? — preguntó, con un deje de burla en la voz.

Santiago alzó la mirada con una frialdad cortante.

— Siéntate.

Alexa vaciló por un segundo. Luego obedeció, más por curiosidad que por respeto.

— Ya dejaste claro que no respetas nada. — Empezó él —. Ni las reglas, ni los espacios, ni a las personas que trabajan aquí.

Ella alzó una ceja, desafiante.

— ¿Ahora vas a darme una lección de moral?

— No. Voy a darte límites. — Dijo, clavando los ojos en los suyos—. Y esta vez, no vas a ignorarlos.

Sacó un sobre del bolsillo de su chaqueta y lo dejó frente a ella.

— ¿Qué es esto?

— Tu asignación. A partir de mañana, dejarás esta ala de la casa. Tendrás tu espacio limitado al ala sur. No tendrás acceso al despacho, al invernadero, ni a las habitaciones del personal. Los empleados no tienen permitido recibir instrucciones tuyas. Y si violas alguna de estas condiciones, te haré sacar de aquí. Con o sin el consentimiento de mis padres.

Alexa abrió el sobre con lentitud. Dentro había un croquis de la mansión, subrayado en rojo. Límites, reglas claras.

— No puedes echarme. — Dijo ella, en voz baja.

— No todavía. — Respondió Santiago, acercándose un paso —. Pero puedo aislarte. Invisibilizarte. Hacer que tu estadía aquí sea exactamente lo que no quieres, irrelevante.

Por primera vez, Alexa no respondió. No porque estuviera de acuerdo, sino porque entendía que había tocado algo más profundo, el orgullo de un hombre que ya no pensaba tolerar un juego que no empezó él.

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