Secretos amargos

Dairon languidecía en su habitación, sentado en la cama del apartamento que había alquilado en el centro de la ciudad, recordando las maravillosas noches que compartió con aquella chica. Volvió a coger el teléfono y llamó. 

— Dime que todo lo que vivimos fue una mentira, que no sientes lo mismo que yo y que en mis brazos no fuiste feliz... dime que este amor no es el sentimiento más poderoso y puro que jamás hayas sentido, dímelo y no volveré a molestarte; pero no me dejes morir en este horrible silencio. — habló con voz débil, dejando el mensaje en el buzón, y cayendo de espaldas sobre la cama, cubierta con las sábanas que aún olían a ella. 

Mara dejó pasar los días sin decirle una palabra y la ansiedad cada vez lo consumía más y más. 

Cambió completamente sus hábitos, intentando no volver a encontrarse con él, incapaz de contarle el verdadero motivo de su repentino rechazo, pero una mañana, después de varias semanas, al salir del trabajo lo encontró esperándola en el aparcamiento. 

  — Acabemos de una vez. —le dijo levantándose del capó del coche con las manos cruzadas al pecho. 

  — Déjame en paz.   —respondió con nerviosismo Mara, evitando mirarle a los ojos. 

  — No, no hasta que me expliques lo que ha pasado.  —   

  — No quiero verte más, creo que es explicación suficiente.   —   

  — No, no lo es. Háblame. Estábamos tan bien, no es posible que en un abrir y cerrar de ojos todo haya cambiado de esta manera... no lo comprendo.  —   su voz varonil se quebraba en reflejo del sentimiento que inundaba su pecho. 

La cogió por los hombros obligándola a mirarle. 

  — Nunca he sentido por nadie lo que siento por ti, y aunque parezca apresurado decirlo... te amo. Te amo. —   

  — Lo siento, no puedo estar contigo. — Mara contestó y subió al coche, con los ojos llenos de lágrimas, dejando al amor de su vida en el retrovisor.

— Mara, — susurró su madre, entrando con cuidado en la habitación para encontrarla acurrucada en la cama, llorando. —No puedes seguir así. Han pasado semanas, estás a punto de perder tu trabajo y tu salud tampoco es buena .... — 

— Mamá. — sollozó, secándose las lágrimas y sentándose en la cama. 

— Ni siquiera intentes negarlo, he oído que vomitas por las mañanas, y apenas comes. -    

— Mamá, escúchame... — suplicó.

— Niña... Sólo quiero lo mejor para ti. —    

— Mamá, estoy embarazada. —    

Una vez más el rostro de la madre se ensombreció de dolor y repulsión. 

— Tienes que deshacerte de eso ahora mismo. —    

— ¿Eso? — preguntó Mara confundida. 

— Es fruto de uno de los pecados más horribles que pueden existir, no toleraré que engendres descendencia de tu propio hermanastro. —    

— No puedo destruir una vida, no puedo mamá.... tú misma me lo enseñaste..... —    

— Pero esto no es lo que quise decir.... —    

— ¿Sabes las implicaciones que puede tener para su salud? —   

—¿Qué hago entonces? No puedo matarlo. —   

   — Escúchame bien, si tomas esta decisión te quedarás sola. No toleraré una abominación incestuosa bajo mi techo. —    

Pasaron tres años desde que esas palabras se clavaron en el pecho de Mara, dejándola sola en el mundo, sin nada más que la pobre criatura que albergaba en su vientre. 

El niño nació fuerte y sano, y creció hasta convertirse en el único motivo de alegría para Mara, que trabajó sin descanso para darle una vida digna en una ciudad muy lejana de la que la vio nacer. Durante tres años no recibió noticias de su madre, hasta que una tarde de verano, mientras veía al pequeño Félix jugar en el parque, recibió una llamada. 

—Mara... — dijo Alice al otro lado de la línea. —Tienes que venir a casa. 

—¿Qué estás diciendo? — Respondió confundida.

 —Es tu madre... no está bien y te necesita. 

Olvidando todos los rencores y dolores del pasado, Mara, con su hijo en la mano y una maleta en la otra, caminó de regreso a la casa de su infancia, reviviendo en cada esquina del camino la horrible experiencia que la llevó a marcharse. 

— No creía que fueras a venir. — Alice la saludó con un abrazo y una mueca de lástima. 

— Me retrasé un par de días más por cuestiones de trabajo, pero cómo iba a dejarla sola en este momento. —   

—Después de todo lo que pasó ... —   

—Sigue siendo mi madre, y eso nunca cambiará. Dime, ¿qué dijeron los médicos?—  

— Sufrió una horrible caída por las escaleras, se fracturó la cadera y una pierna, su estado es bastante delicado debido a su edad, y el Alzheimer no ha mejorado. —   

— ¿No se acuerda de mí?   

— Muy poco, realmente creo que ni siquiera se recuerda a sí misma. Tiene ráfagas de lucidez de vez en cuando, pero sólo duran unos minutos. Todo este tiempo ha estado sola y no creo que nadie se haya preocupado por su tratamiento. —  

Mara bajó la mirada y se encontró con los ojos de su pequeño, que la observaba atentamente. 

La noticia de su regreso  pronto se extendió por la ciudad, y llegó incluso a oídos de Dairon. Para entonces su propia vida había cambiado, pero al saber que ella estaba de nuevo cerca la sensación volvió a su pecho, como si no hubiera pasado el tiempo entre ellos. 

Intentó ponerse en contacto con ella, pero cada vez que llamaba al número de casa de su madre sólo le saltaba el contestador. Empezó a desesperarse a medida que pasaban los días, aunque tenía miedo de acercarse reunió el valor necesario y decidió ir a visitarla. 

A través del cristal nevado de la puerta, Dairon vio la pequeña silueta de Félix, seguido de su madre que, al abrir la puerta, no podía creer que lo tuviera delante. 

—¿Qué haces aquí?—, preguntó alarmada Mara, sintiendo que un escalofrío le recorría la espina dorsal.

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