El avión ya lleva más de tres horas de vuelo.
Las luces están tenues. La mayoría duerme.
Yo no.
No dejo de pensar en Marcus.
Ni en su sonrisa.
Ni en lo fácil que parece estar en su propia piel.
Yo, en cambio, estoy hecha un desastre con pestañas.
Intento dormir, pero mi mente se va directo a Chris, al anillo, a todo lo que no quiero recordar.
Así que pido un Bourbon.
Dos, en realidad.
—¿Intentas emborracharte o olvidar? —pregunta Marcus sin levantar la vista de su libro.
—¿Y tú? ¿Intentas leer o espiar?
—Ambas. —Sonríe con esa calma que me desarma un poco—. Aunque lo tuyo parece más lo segundo.
—¿Lo segundo qué?
—Lo de olvidar.
—No necesito olvidar nada.
—Claro. Por eso llevas tres tragos y una cara de funeral.
Suspiro. Me giro hacia la ventanilla. El reflejo me devuelve una versión de mí misma que ni yo reconozco: maquillaje corrido, cabello suelto, mirada vacía.
Una extraña.
—No es funeral. Es cansancio. —respondo.
—¿Cansancio de qué?
—De todo. —le contesto, sin pensarlo.
Él cierra el libro.
No me mira con lástima. Me mira como si entendiera.
Y eso me molesta más.
—¿Sabes qué es lo bueno de los vuelos largos? —dice, apoyando el codo en el reposabrazos.
—¿Que uno tiene diez horas para arrepentirse de hablar con desconocidos?
—Que uno puede ser quien quiera por un rato.
—Ah, claro. La filosofía del avión. —Me río.
—No es broma. Aquí nadie te conoce. No hay pasado, ni futuro. Solo lo que decides decir.
Sus palabras se quedan flotando en el aire.
Y por un segundo, deseo que tenga razón.
—Entonces, ¿quién eres tú, Marcus? —pregunto.
—Depende de quién me mire. —responde.
—Vaya respuesta de terapeuta barato.
—Lo soy.
—¿Qué cosa?
—Barato no. Pero terapeuta, un poco.
Levanto una ceja.
—¿Y qué diagnosticarías en mí, doctor?
—Evasión crónica, sarcasmo como escudo, y una tristeza que intenta pasar por orgullo.
Silencio.
No lo niego.
No lo confirmo.
—Y tú —digo al fin—, tienes complejo de salvador.
—Puede ser. Pero tú no pareces necesitar ser salvada.
—Porque no lo necesito.
Nos miramos.
Demasiado tiempo.
Demasiado cerca.
El avión tiembla un poco. Turbulencia.
La azafata anuncia que debemos abrocharnos los cinturones.
Marcus me ayuda con el mío sin pedir permiso.
Sus dedos rozan mi abdomen.
Un toque leve. Inofensivo.
Pero el calor que me deja es todo menos eso.
—No necesitabas hacerlo. —le digo.
—Lo sé. Pero quise.
Su voz es baja. Insoportable.
Me obliga a respirar lento, como si el aire también fuera parte del juego.
—¿Siempre eres así de confiado?
—Solo cuando alguien me provoca.
—¿Y yo te provoco?
—Mucho más de lo que imaginas.
M****a.
No sé si quiero seguir el juego o salir corriendo a la cabina del piloto.
—Lástima —respondo al fin—. No tengo interés en coleccionar hombres que se creen irresistibles.
—Entonces deja que te sorprenda. —dice, sonriendo apenas.
—No necesito sorpresas, Marcus. Necesito dormir.
—Y sin embargo, sigues hablando conmigo.
No respondo.
Tomo otro sorbo.
El Bourbon arde, pero me calma.
Fuera, solo oscuridad y nubes.
Dentro, un fuego que no pedí.
Cierro los ojos.
El avión se estabiliza.
Y en ese silencio espeso, escucho su voz otra vez, apenas un susurro:
—No tienes idea de lo que estás provocando, Alika.