15. Recuerdos perdidos
El aire cambió.
Dayleen lo sintió al instante. Era denso, cargado de una energía antigua que no podía describirse con palabras. Frente a ella se alzaban las Montañas Místicas, la frontera viviente de la manada de Tierra. Un muro natural y silencioso que no necesitaba advertencias: quien no tenía una mente fuerte, no podía cruzarlo.
—Hemos llegado —anunció uno de los soldados, con voz baja, reverente—. Aquí es donde la Tierra decide quién puede avanzar.
Las leyendas hablaban de aquellos que intentaron cruzarlas sin una mente firme: guerreros que enloquecieron, se atacaron entre sí o simplemente se desvanecieron en la niebla sin dejar rastro.
Dayleen tragó saliva. El cansancio en sus huesos le pesaba más que nunca. El embarazo, aún no revelado, ya comenzaba a pasar factura. Pero no podía permitirse flaquear.
—¿Estás lista? —preguntó Annika, mirándola con una mezcla de ansiedad y fe.
—Nunca lo estoy, pero aquí estamos —respondió con una leve sonrisa. Y dio el primer paso.
El mundo cambi