El bosque se cerraba sobre ellos como una caverna, estaban tan frondosos que casi no permitían la entrada del sol entre sus copas.Con cada paso que daba la pequeña manada, el escudo líquido se movía con ellos, como si el agua los protegiera del mundo exterior... o de algo más oscuro. El silencio era pesado, las ramas crujían bajo sus botas como huesos quebrados, y el viento arrastraba murmullos que parecían advertencias.Hacia mucho frío. Y ella no era una loba completa, así que tenía que soportar el clima aunque a los demás seguramente no les afectaba tanto.Dayleen no podía evitar mirar sobre su hombro una y otra vez. Algo se sentía mal. No dejaba de sentirse observada, pero al mirar no había nada.—Estamos cerca de las montañas místicas —anunció uno de los soldados, observando el mapa grabado en piel de lobo—. Si tomamos este sendero, deberíamos llegar en tres días.Las montañas místicas se llamaban así porque tenía alguna clase de magia o ilusión que te hacía perderte en el camin
El aire cambió. Dayleen lo sintió al instante. Era denso, cargado de una energía antigua que no podía describirse con palabras. Frente a ella se alzaban las Montañas Místicas, la frontera viviente de la manada de Tierra. Un muro natural y silencioso que no necesitaba advertencias: quien no tenía una mente fuerte, no podía cruzarlo.—Hemos llegado —anunció uno de los soldados, con voz baja, reverente—. Aquí es donde la Tierra decide quién puede avanzar.Las leyendas hablaban de aquellos que intentaron cruzarlas sin una mente firme: guerreros que enloquecieron, se atacaron entre sí o simplemente se desvanecieron en la niebla sin dejar rastro.Dayleen tragó saliva. El cansancio en sus huesos le pesaba más que nunca. El embarazo, aún no revelado, ya comenzaba a pasar factura. Pero no podía permitirse flaquear.—¿Estás lista? —preguntó Annika, mirándola con una mezcla de ansiedad y fe.—Nunca lo estoy, pero aquí estamos —respondió con una leve sonrisa. Y dio el primer paso.El mundo cambi
Llegaron al núcleo de la manada de Tierra al amanecer. Nadie los esperaba con honores, ni un cálido recibimiento. La guardia los escoltó en silencio hasta las cabañas para visitantes, después de anunciar que el Alfa Tauriel los recibiría al anochecer. Hasta entonces, no debían salir de la zona designada.Todos suspiraron agradecidos, necesitaban descansar antes de embarcarse en otra misión, como la de mediadores del Alfa Xavier.—¿Qué hacen? —preguntó Dayleen al ver a los otros lobos recogiendo hojas del suelo como si se tratara de oro.—Se preparan para el otoño —respondió Annika—. Las hojas caídas deben mezclarse con sangre de la manada y colocarse en orbes. Eso forma un escudo alrededor de los árboles. Cuando pierden sus hojas, su protección natural también desaparece.Dayleen se apoyó contra la pared. El dolor en su pecho crecía. Su vientre se endurecía de vez en cuando, un tirón sordo y constante. No necesitaba pensar mucho para saberlo. Se trataba de Sebastián. Estaba con ella o
Dayleen volvió a la cabaña con la cabeza baja después de su charla con el Alfa Tauriel, que no duró mucho; él le dijo que solo fuera sincera en la reunión porque ellos sabrían si les miente. No lloraba. No temblaba. Pero por dentro, todo era un caos. Annika se levantó al verla entrar, visiblemente arrepentida. Dio un paso hacia ella, pero Dayleen la ignoró, no quería hablar en ese momento si volverían a retomar su horrible sugerencia. Cerró la puerta sin decir una palabra y fue directo al rincón donde dormía, necesitaba descansar un rato. —Lo siento —dijo Annika en voz baja—. No quise sonar cruel. Sabes que soy tu amiga, jamás haría nada en contra tuya. Dayleen no respondió. Acarició su vientre con una mano temblorosa, dentro de su corazón había sabido que no hubo malas intenciones en sus palabras, pero la sola idea de dañar a sus cachorros le haría profundamente. —Solo pensé que… tú… no los ibas a querer. Pensé que no podrías, después de lo que te hizo. Después de lo que Sebast
Dayleen estaba de rodillas en el suelo, las esposas rúnicas ardían contra su piel, como si juzgaran su alma con cada segundo que pasaba. Aun así, levantó la cabeza, miró directo al Alfa Tauriel y a los ancianos, con los ojos llenos de rabia contenida.—Nací en la manada de Fuego como hija ilegítima de una Omega, una guerrera que peleó valientemente en las Batallas de Nolor hace quince años, por las que logramos desterrar a los pícaros de toda Aryndell hacia las fronteras. Y aún así con gran hazaña, acabo relegada a ser parte de la muchedumbre por embarazarse de alguien que no era del Fuego —dijo con asco—. Mi madre me crió sola, escondiendo el nombre de mi padre por miedo a lo que me harían si supieran. Durante años creí que había muerto en batalla, pero ahora sé que fue parte de algo más grande. Un secreto que ella protegió hasta su muerteUna de las ancianas, la de ojos de tierra húmeda, ladeó el rostro con curiosidad.—¿Cómo murió tu madre?Dayleen cerró los ojos por un segundo, pe
El viento le azotaba como cuchillas heladas, pasando incluso a través del abrigo encantado de Xavier. La nieve no caía: se arremolinaba, girando en espirales salvajes como si la tierra misma intentase expulsar a quien consideraba un intruso; pero siguió hacia delante con determinación. El cielo estaba cubierto, gris pálido, sin un solo rayo de sol. Ni siquiera el mediodía traía calor en la frontera de la manada de Aire. Después de dos días de viaje en una de sus embarcaciones privadas, disfrutando del sol y su calidez, este frío lo calaba hondo. Pero finalmente el camino llegó a su fin, y respiro aliviado cuando diviso la entrada. Dos guerreros lo interceptaron al pie del risco helado que custodiaba la entrada principal. Ambos portaban lanzas de obsidiana lunar y miradas igual de afiladas. —Aquí no eres bienvenido, Alfa del Agua —dijo uno de ellos, con voz cortante como escarcha—. Tenemos órdenes estrictas de restringir el paso a todo aquel vinculado a tu manada. Cuando gritam
—¿Estás segura de que debo ir vestida así? —preguntó Dayleen, mirando el vestido que colgaba frente a ella. Era largo, de tonos marrones y verdes que imitaban los colores de los árboles tras la lluvia. Pequeñas cuentas brillaban cosidas en los bordes, como si alguien hubiese querido atrapar la luz del amanecer en cada puntada. Annika soltó una risita mientras ajustaba su propia túnica color arcilla, con hojas secas bordadas en los hombros. —Si no te vistes así, sabrán que no eres de aquí —dijo mientras le entregaba una capa ligera—. Esta noche es el Baile de Encanto. Nadie se queda fuera. La idea es encajar con todos, hacerles saber que valoras sus costumbres. —¿El Baile de Encanto? —preguntó confundida, atando su cabello en una coleta alta. —Una vez cada seis meses, todos los lobos de la manada de Tierra se reúnen a cantar y danzar para llamar a sus almas gemelas. —explicó Annika mientras le acomodaba el cabello—. Hace generaciones, algo cambió en su genética. Ya no pueden ol
Dos días después, se despertaron más temprano de lo normal. La manada de Tierra les había dado provisiones y monturas, y también su bendición. Se encontraban en la frontera norte, listas para hacer una pequeña visita que resolvería sus dudas de una vez por todas. Se giro para despedirse del pequeño grupo que las acompañaba a la salida. —Eres bienvenida aquí cuando quieras —le dijo la madre de Tauriel, Irene—. No todos los cantos llaman a una pareja. Algunos, como el tuyo, sanan grietas en lo más profundo del alma. Esperamos tu regreso, Dayleen McNally. Aquellas palabras la conocieron mucho. Hasta hace unas semanas, todavía era la paria de su manada, la había exiliado y nadie buscó justicia por ella. —Gracias, Luna Madre. Me siento bendecida con su recibimiento, y espero poder volver pronto. Hasta que nos volvamos a encontrar —se despidió con un nudo en la garganta. La mujer sonrió con cariño. —Hasta que nos volvamos a encontrar —luego volteó su mirada hacia Annika—. Salúdame a