La mansión Leroy se cernía sobre Alana como un espectro, reviviendo recuerdos y emociones que creía haber enterrado, y si sus Alphas, habían sufrido durante toda la semana, no se comparaba a lo que padecía Alana, pues ella era la que sentía el peso de la tortura psicológica más crudamente, sus pensamientos intrusivos la asaltaban sin previo aviso, como las luces de Navidad que se encienden y se apagan de manera intermitente, los nombres de sus alfas resonaban en su mente como un mantra doloroso, recordándole que aunque no lo deseara, ella ya había generado una conexión con ellos.
Aun así, la herida de la traición aún estaba fresca, y Alana no podía sacudirse la sensación de que habían querido aprovecharse de su debilidad para marcarla, la duda y la confusión la consumían, haciéndola cuestionar todo lo que creía saber sobre ellos y sobre sí misma.
Pero había algo más que la torturaba, algo que la hacía sentir repulsión y asco, y eso era la forma en que su padre miraba a las sirvientas