Lisa
No volvió en todo el día.
Desde que me dejó anoche con esa advertencia —“Será mejor que asumas que debes permanecer a mi lado”— no lo he visto. Ni su voz, ni sus pasos, ni el eco de su presencia recorriendo la casa.
Solo el silencio.
Y el reloj.
Y mi cabeza, girando en círculos.
No sé cuántas horas pasaron. Solo sé que el sol entró por la ventana, que el cielo cambió de color, que el aire empezó a oler a tarde. Y yo seguía en el mismo lugar, sin moverme demasiado, con la mente atrapada entre el miedo y la rabia.
El hambre llegó, suave al principio, como un recordatorio de que sigo viva. Pero me negué a comer.
Golpearon la puerta antes del mediodía. Dos veces. Suaves.
—Señorita, le traemos la comida —dijo una voz femenina, delicada, con ese tono educado que usan cuando saben que no deben cruzar límites.
No respondí.
—La dejaré aquí, ¿sí? —añadió la mujer, abriendo apenas la puerta.
Por el reflejo del espejo alcancé a ver su silueta: una mujer joven, vestida de negro, con una bande