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Capítulo 3: Donde las miradas no mienten

Horas después del enfrentamiento, la habitación volvió al silencio. Elías y Zoe se habían ido, entre murmullos y tensiones que apenas se molestaron en disimular. Damián fue el único que se quedó, a pesar de que nadie se lo pidió.

A pesar de que yo no se lo pedí.

Sentado en la esquina del cuarto, junto a la ventana, tenía los codos apoyados en las rodillas y la mirada perdida en algún punto invisible más allá del cristal. Sus hombros caídos, su silencio, su presencia… todo en él hablaba más que cualquiera de las palabras falsas de Elías.

—¿Por qué estás aquí todavía? —pregunté en voz baja, rompiendo la calma. Fingí no saber quién era, pero lo observé con más atención de la que debía.

Damián alzó la mirada, sorprendido por mi tono. Después de todo, hasta ahora había hablado poco… con todos. Pero con él, era distinto. Necesitaba acercarme, entenderlo, y… sentir.

—Porque… no quería que te quedaras sola —respondió, con esa sinceridad que parecía dolerle incluso a él.

—No me conoces —dije, jugando con la sábana entre mis dedos—. No sabes si quiero estar sola.

—Tienes razón —asintió lentamente—. Pero tampoco sé si te sientes segura con ellos. Y por alguna razón… creo que conmigo sí.

Mi pecho se tensó.

¿Cómo lo sabía? ¿Había visto a través del juego?

No, no del todo. Solo sentía algo. Algo real. Por eso decidí probar.

—¿Y qué éramos tú y yo? —pregunté suavemente, sin mirarlo—. Antes del accidente, ¿éramos amigos?

Damián guardó silencio por unos segundos. Y luego respondió con voz muy baja:

—No exactamente.

—¿Entonces qué? ¿Enemigos? ¿Desconocidos?

Él dejó escapar una risa sin alegría.

—Supongo que… éramos lo que el mundo nos permitió ser. Nada… y todo.

Lo miré. Por primera vez, sin fingir. Su expresión era dolorosamente honesta.

—Eso suena muy confuso —dije.

—Lo era.

Una parte de mí quería decirle la verdad. Gritarle que lo recordaba, que sabía cómo me miraba en silencio cuando nadie más lo hacía, cómo me defendía cuando Elías me ignoraba, cómo su voz cambiaba al pronunciar mi nombre.

Pero no. Aún no. Él merecía más que una verdad apresurada. Él merecía un camino de confianza.

—¿Puedo pedirte algo? —dije, bajando un poco la voz.

Él se acercó un paso, alerta.

—Claro.

—Quédate. Solo un rato más. Contigo me siento… menos confundida.

Sus ojos se suavizaron. No dijo nada. Solo asintió y se sentó en la silla junto a mi cama. El silencio entre los dos no era incómodo. Era un silencio que decía: “Aquí estoy, aunque no me necesites. Pero si lo haces, no me iré”.

—¿Puedo hacerte una pregunta yo también? —preguntó después de un momento.

—Sí.

—¿Y si recordaras… a alguien? Solo a una persona. ¿A quién quisieras que fuera?

Me giré hacia él, despacio, fingiendo pensar… pero en realidad, sabiendo perfectamente la respuesta.

—A alguien que nunca me haya mentido.

Sus ojos parpadearon. Y luego, muy despacio, asintió. No dijo nada más.

Solo tomó mi mano con suavidad. Y yo dejé que lo hiciera.

No porque estaba fingiendo.

Sino porque por primera vez… me sentía viva.

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