Volví a abrir la puerta de nuestro piso con una mezcla de alivio y desazón. El olor a café y pan recién hecho todavía flotaba en el aire; Francesca había comenzado a organizar la cocina mientras me esperaba. El silencio de mi nuevo regreso parecía más pesado que las paredes que nos rodeaban.
—Rose, ¿estás bien? —preguntó Francesca, dejando el vaso de café sobre la mesa y mirándome con preocupación.
—Sí… más o menos —dije, intentando sonreír, aunque mis labios temblaban—. Solo… extraño ciertas cosas.
—Lo sé —respondió ella, sentándose a mi lado—. Pero tienes que ser fuerte. Alessandro no está, y no puedes dejar que eso te destruya.
Suspiré, recostándome en el sofá. El piso parecía más grande ahora que estaba sola, o quizá era mi sensación de vacío la que lo hacía sentir así. Las paredes me recordaban a los días felices, a las risas que compartíamos antes de conocerlo, antes de que mi mundo se dividiera entre Alessandro y el resto.
—A veces siento que lo he perdido para siempre —murmuré