El comedor principal de la villa Vescari parecía una catedral de solemnidad. Las lámparas de cristal colgaban del techo, reflejando la luz sobre la larga mesa de caoba pulida, mientras los retratos de los antepasados observaban con semblante severo cada movimiento de los presentes. En la cabecera, Giancarlo Vescari ajustaba la corbata con precisión, su mirada dura y fija en su hijo.
—Alessandro —dijo, cortante—, no olvides que la boda es en tres meses. Todo está decidido. No habrá retrasos ni dudas.
Alessandro se tensó, bajando la mirada al mantel. Sus manos apretaban la tela con fuerza.
—Lo sé, padre —respondió con un hilo de voz.
—No me basta con “saberlo” —replicó Giancarlo, golpeando la mesa con la palma—. La ciudad ya conoce la fecha. No hay margen para titubeos.
Elena, su madre, colocó una mano sobre la de Alessandro con suavidad, buscando calmar la tensión que llenaba la sala.
—Amore mio, no quiero verte tan abrumado. Es tu boda. Debería ser un motivo de alegría.
Leticia, senta