El cielo de Milán estaba iluminado por los fuegos artificiales. Los colores estallaban en rojo, dorado y azul, reflejándose en los rostros sonrientes de Rose y sus amigos. Rose, abrazada a Chiara, Francesca y Stefan, reía mientras la luz de los estallidos danzaba sobre su vestido azul de lunares blancos.
De pronto, Alessandro Vescari apareció entre la multitud, caminando con paso firme pero distraído, ajeno a la alegría de los demás. Había salido de su mansión para despejar la mente y, sin planearlo, lo condujo hasta aquel parque. La multitud parecía difuminarse a su alrededor, y todo su mundo se centró en una figura brillante frente a los fuegos: Rose.
Sus ojos se encontraron, y un brillo intenso lo atravesó. El tiempo pareció detenerse, y en su mente surgió un recuerdo tan vivo que lo hizo retroceder años.
Recordó un verano lejano, uno de esos días en que todo era posible. Rose estaba frente a él, vestida con un vestido verde lleno de margaritas, un moño blanco recogiendo su coleta,