El sol de la tarde iluminaba suavemente los tejados de Milán, tiñendo de dorado los caminos del zoológico mientras Rose caminaba junto a Lorenzo. Los sonidos de los animales, desde los rugidos lejanos de los leones hasta los chillidos alegres de los monos, creaban un fondo lleno de vida que contrastaba con la tranquilidad que ambos buscaban.
—Nunca pensé que terminaríamos aquí, entre jirafas y flamencos —dijo Rose, sonriendo mientras observaba a un grupo de pingüinos deslizarse por el agua—. Pero… me alegra que vinieras conmigo.
Lorenzo sonrió, tomando aire y ajustando la pajarita negra de su traje impecable, aunque ya había arrojado la chaqueta sobre un banco cercano. —Para mí también es un placer. Me gusta verte relajada, Rose. Es… diferente.
Ella lo miró, sorprendida por la sinceridad de su tono. —Diferente… ¿en qué sentido?
—En el mejor —respondió él, con una sonrisa suave que hizo que su corazón latiera más rápido—. Contigo, todo parece… más simple, más ligero. Aunque sé que está