El amanecer se filtraba tímido por el parabrisas cuando el coche negro abandonó la autopista y se internó en un sendero de grava flanqueado por cipreses centenarios. El horizonte todavía dormitaba en tonos malva, pero los pájaros ya antecedían el alba con trinos impacientes. Rose, con las manos aún crispadas sobre las rodillas, sentía el tictac de su propio corazón como si fuese un reloj mal calibrado. Alessandro, al volante, apenas hablaba: la mandíbula apretada, el vendaje en su brazo derecho y esa mirada que oscilaba entre la culpa y la necesidad de protegerla.
—Llegamos —murmuró por fin, mientras el camino se abría a una finca rodeada de viñas y olivos plateados, coronada por un caserón de piedra en tonos miel. Dos galgos blancos los recibieron con ladridos apenas audibles, como guardianes que reconocen la urgencia del momento.
Rose bajó primero, sus tacones hundiéndose en la grava. El aire de la campiña italiana le llenó los pulmones con un perfume mezcla de tomillo y tierra húme