Capítulo 3
Después de enviar el mensaje, encontré una pequeña casa de empeño fuera de la ciudad. Entré sin decir una palabra y vendí el anillo.

Después de tanto tiempo, igual logré conseguir decenas de miles de dólares por él, pero no sentí la alegría que solía sentir cuando el dinero entraba en mi cuenta.

Esa no era una guerra, era mi vida. Y en esta vida, no había ganadores.

Luego reservé un pequeño hotel justo en el camino a la finca de los Martín.

No tenía un plan real... solo una esperanza.

Tal vez todavía podría tener una última oportunidad para ver a Dora.

Tal vez podría interceptarlos y hablar con ella sin que estuviera María, aunque solo fuera una vez.

Esa noche, no pude dormir.

Me senté junto a la ventana, viendo cómo pasaban las camionetas por la carretera.

Cada vez que una pasaba, me preguntaba si serían ellos.

¿Ya habían llegado?

¿Se estarían preguntando dónde estaba yo?

Probablemente no.

Ni siquiera recuerdo cuántas horas estuve sentada así.

En algún momento, mi cuerpo se rindió y me quedé dormida allí, sentada junto a la ventana con los ojos medio abiertos.

***

La siguiente noche, más o menos cuando pensé que la reunión familiar estaría en pleno apogeo, no pude evitarlo y volví a encender el teléfono.

En el momento en que se encendió, comenzó a vibrar sin parar.

Había decenas de llamadas perdidas.

De Lucas, de María y un montón de números que ni siquiera reconocía.

Pensé que me sentiría calmada y que ya había terminado con eso. Pero al ver todas esas llamadas perdidas, sentí que algo se quebraba en mi pecho.

Pensé que estaba lista para alejarme, pero no era así.

Luego el nombre de Lucas volvió a iluminarse en la pantalla de mi celular y llegó un mensaje de voz.

Su voz era baja y se notaba que estaba enfadado:

—Catrina, me has decepcionado. ¿Quieres divorciarte? No será tan fácil.

Me quedé mirando la pantalla de mi teléfono, boquiabierta. Era el mismo Lucas de siempre. Seguía actuando como si yo fuera una tonta ingenua que obedecería solo porque él chasqueara los dedos.

Hace siete años, dijo algo prácticamente igual.

En aquel entonces, me dejó un mensaje después de que yo intentara alejarme de él, una vez que supe que era de la mafia. Él dijo:

—Estamos destinados a estar juntos. ¿Crees que puedes evitarme? No es tan fácil.

En aquel entonces, me conmovió lo seguro que estaba, así que me rendí y dije que sí.

Y luego entré en su mundo, la familia Martín.

Esa fue la primera vez que vi a María.

Recuerdo haberla mirado, confundida.

Estaba vestida con un elegante vestido crema y aretes de diamantes, parada en el vestíbulo como si fuera la dueña y señora.

Me acerqué a Lucas y comenté: —Nunca me dijiste que tenías una hermana.

Él le sonrió a María cálidamente, luego me miró y dijo:

—Ella no es mi hermana. Es nuestra criada... o, más bien, la hija de la criada. Se llama María.

Eso no tenía sentido para mí.

Parecía de la realeza. ¿Cómo demonios podía ser la criada?

Desde el primer momento que la vi, le tuve envidia.

Estaba a gusto en la casa, conocía cada habitación y cada persona allí.

La familia la quería y confiaba en ella.

Incluso Fiona, la madre de Lucas, solía susurrarle el código de acceso de su teléfono a María delante de mí, como si eso no fuera nada del otro mundo.

Pero la forma en que me trataba a mí... Era fría y desconfiada.

Siempre preguntaba demasiadas cosas sobre mi pasado, sobre mis padres y mi educación.

Cada palabra tenía un toque de desaprobación.

Ni siquiera después de casarme con Lucas, Fiona dejó de compararme con María.

María esto, María aquello.

Y Lucas, él era el único que “nunca” mencionaba a María.

Hasta el presente. Porque en aquel momento... él también la estaba eligiendo. La persona que alguna vez me eligió, ya se había ido.

El teléfono volvió a sonar, era Lucas.

Lo dejé sonar dos veces y luego contesté.

Solo hubo silencio.

Supuse que no esperaba que yo contestara.

Luego, finalmente, habló, más bajito que antes.

—Hablemos cara a cara. ¿Está bien, Catrina?

No dije nada, pero las lágrimas rodaron por mis mejillas.

Debió escucharlo en mi respiración, porque su voz se suavizó.

—No tomes decisiones precipitadas. Por favor, solo baja al garaje. Sé dónde estás. Ya estoy aquí.

¿Él no estaba en la fiesta? Eso me sorprendió.

Dudé por un momento... luego agarré mi abrigo y bajé.

El garaje estaba tranquilo, iluminado débilmente y su camioneta estaba allí.

Me subí al asiento delantero.

Quería gritar, acusarlo, hacer todas las preguntas que me estaban matando por dentro.

Pero cuando vi su rostro, con el cabello desordenado, la barba y las emociones sin disimular en sus ojos, me derretí y lloré.

Él estiró la mano y me abrazó fuertemente.

—No puedo soportar la idea de divorciarme de ti —dijo en mi hombro—. Solo de pensar en ello, mi corazón duele de manera infernal.

Me quedé allí por un momento.

Luego percibí el perfume de María, era débil pero inconfundible. En el asiento, en la tela, en él.

Me aparté, mientras mi voz salía baja y firme.

—Lucas, ¿sabes siquiera por qué quiero divorciarme?

Él no respondió.

Lo miré fijamente a los ojos.

—Es por María. Tú sigues diciendo que yo soy el problema. Pero yo la he odiado desde el principio. Ella se ha llevado todo lo que me pertenece, mi lugar en esta familia, mi hija, incluso a ti. Y ahora la defiendes como si fuera intocable.

Me atraganté, pero las lágrimas caían más rápido.

—Yo lo he dado todo por ti y al final, no he conseguido nada.

El rostro de Lucas cambió y estiró su mano hacia la mía.

—Lo siento, Catrina. Lo siento mucho. Nunca quise decirte esas cosas...

Parecía querer decir algo más, pero entonces su teléfono comenzó a sonar.

No era el tono de llamada predeterminado, no, ese era especial, dulce y personalizado.

Lo adiviné, o mejor dicho, lo supe. Solo había una respuesta posible: era una llamada entrante de María.

Lucas inmediatamente levantó una mano, señalando que pausáramos la conversación.

—Lo siento, tengo que atender esta llamada. Es importante. ¿Puedo salir un momento? Seguimos hablando en un rato.

¿Qué podía decir?

Solo asentí, manteniendo la voz firme.

—Claro. Adelante.

Antes de bajar, estaba planeando preguntarle por qué llevó a María a la playa, por qué dejó que ella le diera la comida en un restaurante público y por qué Dora la adoraba como a una segunda madre.

Pero en ese instante... Ya no necesitaba las respuestas. Porque ya las tenía.

Ambos habíamos cambiado y no sabía si quedaba algo que salvar.
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