El aire en Machu Picchu estaba cargado de una energía oscura que se sentía en cada rincón. Las piedras antiguas, marcadas por cicatrices de innumerables batallas, parecían susurrar advertencias a quienes permanecían allí. Entre las ruinas, una figura solitaria emergió desde las sombras: Erebo. Su presencia era imponente, envuelta en un aura negra que devoraba la luz como si nunca hubiera existido. Cada paso que daba resonaba con un eco ominoso, y la atmósfera se volvió más densa con cada instante.
Todos los ojos se volvieron hacia él, y una tensión inmediata invadió a los presentes. Incluso los mestizos, acostumbrados a enfrentarse a fuerzas incomprensibles, sintieron un escalofrío que les recorrió la espina dorsal. Lyra fue la primera en hablar, su voz apenas un susurro.
—Erebo… —pronunció, mientras sus dedos temblaban al aferrarse a su esfera luminosa, cuyo brillo parecía menguar ante la presencia del recién llegado.
Zeus avanzó con una furia que electrificaba el aire a su alrededor