El campo de batalla en Machu Picchu parecía haber llegado a su clímax. La luz del Orbe irradiaba desde Ethan y los mestizos, empujando las sombras de Cronos hacia los bordes de la realidad, pero la presencia del titán permanecía como una fuerza inamovible, un abismo que desafiaba la esperanza misma. La tensión en el aire era palpable, cada latido del Orbe parecía marcar el ritmo de una cuenta regresiva.
Desde el horizonte, una nueva energía desgarró el tejido del caos. Un portal oscuro se abrió, desbordando una niebla densa que se extendió por el campo. De su centro emergió Hades, el señor del inframundo, con su báculo en alto irradiando una energía que contrastaba con la desolación del campo de batalla. Su armadura, manchada de cenizas del Olimpo, parecía un reflejo de la carga que llevaba consigo.
—¿Hades? —murmuró Ethan, con la sorpresa reflejada en sus ojos.
—La luz no puede sostenerse sola, portador, —dijo Hades con su característico tono grave, aunque esta vez había una inflexió