La semana había transcurrido con sorprendente ligereza a pesar de todo lo que viví el primer día, como si el tiempo hubiera decidido serme benevolente por primera vez en mucho tiempo. Los días se habían deslizado entre mis dedos sin contratiempos, y la rutina laboral, que solía ser un peso insoportable, esta vez me resultó curiosamente amena. Era extraño cómo, cuando la mente estaba en paz, incluso las obligaciones más tediosas podían tornarse llevaderas.
A veces, en los pasillos o en el ascensor, me cruzaba con Emiliano. Sus gestos de desaire eran fríos, su mirada apenas un destello de reconocimiento antes de desvanecerse en la indiferencia. Pero ya no me afectaba. Había aprendido a no cargar con su desprecio.
Este fin de semana sería solo mío. Después de tanto tiempo, tendría la oportunidad de disfrutar de la soledad de mi hogar, de saborear la calma que me había sido esquiva por tanto tiempo.
Tendida en la cama, envuelta en la tenue luz de la mañana, para estar más tranquila en est