Aaron
El silencio que nos envuelve es denso, dorado, como la miel. Su cabeza reposa en mi hombro, su aliento cálido contra mi cuello. Un ritmo regular, pacífico. Pero bajo mi palma, apoyada en su espalda desnuda, siento un temblor. Un eco del temblor que nunca ha dejado de latir en mí.
Giro la cabeza, coloco mis labios en su frente. Un simple roce. Ella suspira en su sueño, acurrucándose más cerca. Su cuerpo contra el mío es un mapa que quiero aprender de memoria. Cada curva, cada cicatriz, cada escalofrío.
Mis dedos trazan caminos lentos, del hombro a la cadera. Su piel es tan suave, un satén vivo bajo mis dedos callosos. Ella tiembla de nuevo, incluso dormida. Respondiendo a un lenguaje que solo su cuerpo entiende.
Sus párpados parpadean. Luego sus ojos se abren. Ya no es el océano ahogado de deseo, sino un cielo claro, consciente. Me mira, y el mundo se reduce de nuevo. Solo queda el calor de la cama, el olor de nuestra piel entrelazada, y su mirada.
— No duermes, murmura, su voz á