Ella comenzó a sacar a Leía por la ventana rota, sentía como la piel de sus brazos se rasgaba por los vidrios partidos aun pegados en la ventana, soportando el dolor para proteger el cuerpecito de su hija, primero saco sus piececitos, luego el resto de su pequeño cuerpo. El vehículo crujía por el movimiento, inclinándose más y más hacia el vacío. Cada segundo era una batalla contra los nervios de Lena. Leía cayó de pie al suelo, llorando, con el unicornio pegado a su pechito, sus ojitos vidriosos se posaban en el carro que desaparecía lentamente de su vista.
Cuando sus dedos se abrieron, liberando a la niña, Lena sintió el carro inclinarse peligrosamente hacia adelante. Se ladeó como un barco hundiéndose, y en ese instante comprendió que no tenía tiempo para escapar. Se encogió detrás del asiento del copiloto, abrazando sus piernas con fuerza, intentando hacerse pequeña, reduciéndose a un feto de miedo.
El vehículo cayó en picada, girando descontroladamente en el aire. Lena sintió cada vuelta, cada golpe, mientras su corazón se desgarraba no solo por el impacto físico, sino por la agonía de haberse separada de su universo: de aquellos ojos verdes, frágiles y vulnerables, que habían sido su luz. El coche rodó varias veces antes de detenerse bruscamente en la orilla fangosa de una laguna.
Ella perdió el conocimiento. El agua fría comenzó a invadir el interior del carro, pero Lena ya no estaba consciente para luchar por su vida.
A lo lejos, un carro negro, permanecía estacionado. El conductor, observaba la escena con la mirada siniestra, al ver a la niña llorando cerca del acantilado, abrió la puerta con la intención de ir por ella. Pero, al poner el pie fuera del carro, y girar la cabeza hacia la carretera noto que otro vehículo se aproximaba, se retractó y rápidamente se introdujo en carro, cerrando la puerta y alejándose a toda velocidad.
Una mujer conducía su coche cuando, al girar en la curva, algo captó su atención. Tragó saliva al ver a una niña sola, al borde de la carretera. Su primer pensamiento fue que podía ser una alucinación. Bajó el vidrio de la ventanilla, observando con atención, pero cuando pasó justo frente a la pequeña, escuchó su llanto desperado. Hay se dio cuenta que era real. Detuvo el carro de golpe y la luz de los faros iluminaba a la niña, que sollozaba abrazada a un unicornio azul.
Con el corazón en la garganta, salió de su carro. Al acercarse, notó que la niña tenía manchas de sangre en sus bracitos y está temblando.
—¡Dios mío! ¿Estás herida? —exclamó la mujer, arrodillándose junto a pequeña.
—El… caro… de... mami... —las palabras le salían hiposas—. Cayó... allá… —balbuceó Leía, señalando con su manito temblorosa hacia el acantilado—. Quiero a mi… mami… señora… busque a mi mami...
La mujer sintió un nudo en el estómago, al ver esos ojitos verdes, llenos de sufrimiento y miedo, que la miraban con desesperación. Temblando, se acercó al borde del precipicio que no era muy alto, y vio el coche hundiéndose lentamente en la laguna.
Corrió hacia su carro y con manos temblorosas, rebusco en su cartera que reposaba en el asiento de copiloto y sacó su teléfono, marcando rápidamente al número de emergencias. Mientras esperaba, caminaba de un lado a otro, sintiendo cómo cada segundo que pasaba parecía eterno, como si cada gemido de la pequeña le dolían en el corazón.
La mujer no supo cuánto tiempo había pasado, pero el sonido de las sirenas la sacó de su trance. Cuando vio el vehículo de bomberos y la ambulancia acercarse, agitó las manos frenéticamente, asegurándose de que la vieran. En cuestión de segundos, ambos equipos llegaron al mismo tiempo. La mujer corrió hacia los bomberos, señalando el acantilado con el rostro lleno de angustia.
—¡El coche cayó! —exclamó—. ¡Casi está cubierto por el agua!
Dos bomberos descendieron rápidamente hasta la orilla de la laguna. Uno de ellos se lanzó al agua y, con gran esfuerzo, lograron sacar a Lena, empapada e inconsciente. Apenas respiraba.
La acomodaron en una camilla y comenzaron a subirla. Arriba, los paramédicos la trasladaron a la ambulancia. Mientras tanto, la niña no dejaba de llorar, suplicando entre sollozos:
—¡Mami! ¡Mami! Quiero a mami —Los paramédicos la subieron junto a su madre, y durante el trayecto, la pequeña seguía pidiendo, con voz quebrada.
—Cúreme los bracitos, me duele, cúreme los bracitos.
Quince minutos después, las puertas del hospital se abrieron de par en par. Una paramédico cargaba a Leía en brazos mientras el otro empujaba la camilla de Lena hacia la sala de emergencias. Su rostro estaba pálido, su pecho apenas se levantaba con pequeños jadeos, y el agua todavía goteaba de su ropa. El doctor de guardia, al ver la gravedad de la situación, se apresuró hacia ellos.
—¿Qué le pasó a esta mujer? —preguntó con urgencia, mientras tomaba su pulso.
—Accidente automovilístico —respondió uno de los paramédicos, mirando la identificación que había entregado uno de los bomberos—. Mujer de 25 años, Lena Ordoñez. Fue rescatada de un vehículo que cayó por un acantilado y se sumergió en la laguna Macuche. Afortunadamente, su hija solo tiene pequeñas cortaduras —añadió, señalando a la niña, que uno de sus compañeros cargaba un poco alejado de la camilla, tratando de mantenerla a salvo del caos a su alrededor.
Los médicos y enfermeras se movían rápido. Una enfermera comenzó a cortar la ropa mojada de Lena para poder examinarla, pero de repente, comenzó a convulsionar y en cuestión de segundos su respiración se detuvo.
—¡No tiene pulso! —gritó otra enfermera.
Sin perder tiempo, la enfermera agarró las paletas del desfibrilador y las presionó contra el pecho desnudo de Lena.
—¡Cargando! —anunció la enfermera—. ¡Descarga!
El cuerpo de Lena se arqueó ligeramente en la camilla, mientras los ojos del doctor permanecían fijos en la pantalla del monitor, esperando que el latido regresara.
Mientras le practicaban la reanimación, una doctora residente que pasaba por el pasillo de emergencias se detuvo en seco. Su mirada se clavó en el rostro pálido de la paciente sobre la camilla y, en ese instante, sintió como sus pies se movían con movimientos torpes hacia la mujer.
—Lenaaa... —vociferó incrédula, incapaz de apartar los ojos de la figura inmóvil en la camilla.
—¿La conoce, doctora? —preguntó el médico mientras monitoreaba el regreso del ritmo cardíaco. Las dos enfermeras, que asistían al procedimiento, dejaron escapar el aire que habían estado conteniendo en sus pulmones al ver el latido débil pero estable en el monitor.
—Sí, es mi cuñada —respondió Gema, con la voz apenas audible—. ¿Qué le pasó?
—Accidente automovilístico —explicó el médico—. Es bueno que la conozca, su hija aún no ha sido entregada a Servicios Sociales.
—¿Qué...? —vociferó atónita—. ¿Hija?
Sí, está con la paramédico que trasladó a la paciente —intervino una enfermera, señalando hacia el fondo de la sala, donde se distinguía una uniformada cargando a una niña.
Gema siguió la dirección que le indicaban. Sus pies se movieron automáticamente hacia la mujer, mientras su mente trataba de asimilar lo que acababa de escuchar. Al llegar, sus ojos se posicionaron en una niña de cabello negro, que miraba con miedo y confusión hacia la cortina de la sala de emergencias.
—¿Conoce a la señora Lena Esmuís? —preguntó la paramédico, al ver a Gema paralizada frente a él.
—Sí... ella es mi cuñada —respondió Gema, aún aturdida—. Pero no sabía que tenía una hija.