—No puedes decirme eso... —Su voz se quebró y una leve lágrima salió de sus ojos.
—¿Por qué? —contestó él, acercándola más a la pared y formando un muro a su alrededor con su cuerpo. —Estoy casada, vivo una vida feliz y no quiero que nada arruine esa felicidad. —contestó ella con todo el coraje que pudo reunir en esos pocos segundos. Él la miró por un momento, con una mezcla de dolor y deseo ardiendo en los ojos. Luego, sonrió ampliamente… y estampó sus labios contra los de ella. El beso no pidió permiso. Fue impulsivo, feroz, lleno de rabia, amor reprimido y de todo lo que no pudieron decirse. Sus bocas se buscaron con urgencia, como si el tiempo no existiera, como si estuvieran a punto de perderlo todo. Kendall intentó resistirse, pero su cuerpo la traicionó, respondiendo al calor de su cercanía. Sus manos se aferraron a sus hombros, y por un segundo, la culpa desapareció. Solo estaban ellos… y ese beso que lo decía todo sin decir nada. —Basta, esto no está bien. —Contesto ella entre jadeos. Ethan no dijo nada, la tomó del rostro con firmeza, sus dedos extendidos acariciando la línea de su mandíbula. No le dio tiempo de pensar. Inclinó la cabeza y capturó sus labios con los suyos. Sus bocas chocaron con fuerza, los labios se presionaron, se movieron con hambre contenida. Ethan deslizó una mano hacia su nuca, atrapando su cabello entre los dedos mientras profundizaba el beso, abriendo apenas los labios para morder con suavidad el inferior de ella. Kendall jadeó contra su boca, y en ese momento, él aprovechó para invadir su boca con la lengua, encontrando la suya y comenzando una danza lenta y húmeda. Ella respondió de inmediato, enredando una mano en su camisa, arrugando la tela entre los dedos. Sus cuerpos se apretaron, pecho contra pecho, apenas dejando espacio para respirar. Ethan la empujó un poco más contra la pared, bajó la mano libre por su costado, acariciando su cintura, mientras el beso se hacía más intenso, más profundo. Los labios se separaban solo para volver a encontrarse, más desesperados cada vez. Chasquidos suaves se escapaban entre ellos, y el calor entre sus cuerpos crecía como una chispa que no dejaba de encenderse. Kendall se separó de golpe, como si el contacto la hubiera quemado. Sus manos lo empujaron con brusquedad en el pecho, obligándolo a dar un paso atrás. —¡No puedes hacer esto! —exclamó con la voz temblorosa pero firme, sus labios aún húmedos por el beso—. ¡No puedes venir ahora… ahora que ya es tarde! Ethan la miró sin decir nada, respirando con dificultad, como si también acabara de despertar. —Yo te esperé, ¿entiendes? —continuó ella, alzando la voz—. Te esperé por años, Ethan. Me aferré a la idea de que algún día ibas a volver. Pero no lo hiciste. No mandaste una carta, ni una llamada… nada. Y cuando por fin logré seguir adelante, cuando por fin logré dejar de pensar en ti cada maldita noche… regresas. Sus ojos brillaban de furia contenida, pero su mandíbula estaba apretada, como si se obligara a no derrumbarse. —Ahora estoy casada. Tengo una vida. Una que me costó construir. Y no es justo que vengas a removerlo todo solo porque ahora tú estás listo —le escupió las palabras como veneno—. No es justo para mí… ni para él. Ethan tragó saliva, aún en silencio. Pero ella ya no lo miraba igual. El fuego en sus ojos era distinto. No era deseo… era desilusión. —Lo lamento —murmuró Ethan, apenas audible, con la voz rota. Kendall soltó una risa amarga, sin una pizca de alegría. —¿Lo lamentas? —repitió, dando un paso hacia él—. ¿En serio eso es todo lo que tienes para decir? Sus ojos se llenaron de rabia y tristeza. —No te vi en el funeral de Lili, ni en el de mi padre… ni en ninguno. Desapareciste. No llamaste, no escribiste, no estuviste. No cuando más te necesitaba. Y ahora, después de todo, ¿quieres entrar a mi vida como si nada? Ethan bajó la mirada, apretando los puños. No tenía palabras. Nada que pudiera justificar su ausencia. —Pues escucha bien, Ethan —continuó ella con voz firme—. Yo no te quiero cerca. No quiero tus disculpas, no quiero tus recuerdos, y mucho menos… tus promesas vacías. Se hizo un silencio denso. Él la miró por última vez, con los ojos cargados de algo que ya no podía expresar. —Aun así… —dijo con voz ronca— te voy a cuidar. Aunque sea de lejos. No voy a volver a dejarte sola, Kendall. Ella lo miró, helada. —No es necesario. Ya tengo un esposo que me cuida. —Las palabras salieron como cuchillas, sin espacio para dudas. Guardó silencio un segundo más, luego giró el rostro. —Ahora vete. Ethan tragó saliva, asintió apenas… y se marchó. Sus pasos resonaron en el pasillo, alejándose cada vez más, hasta desaparecer. Horas después, el silencio en la oficina era extraño. Kendall salió de su despacho con el bolso colgando del hombro, revisando su celular. No se escuchaban voces, ni teléfonos, ni pasos. El edificio estaba casi vacío. Presionó el botón del ascensor y esperó en medio de un pasillo iluminado solo por luces de emergencia. Cuando las puertas se abrieron, su cuerpo se tensó al ver a Ethan dentro. No dijeron nada. Él se hizo a un lado, permitiéndole entrar. El ambiente dentro del ascensor era espeso, cargado. El eco del zumbido eléctrico y el conteo descendente de los pisos eran lo único que rompía el silencio. Ella miraba al frente. Él hacía lo mismo. El ascensor se detuvo en el nivel del estacionamiento subterráneo. Kendall salió primero, sus tacones resonando en el concreto. El lugar estaba casi vacío, con apenas unos cuantos autos aparcados, el suyo entre ellos. Iba a sacar las llaves cuando sintió un fuerte tirón desde atrás. —¡Ah! —gritó, forcejeando, pero dos figuras enmascaradas la sujetaron con fuerza, cubriéndole la boca. Ethan salió del ascensor de inmediato al escucharla. —¡Kendall! —corrió hacia ellos, pero un tercer hombre salió de las sombras y lo golpeó directo en el rostro con algo metálico. Ethan cayó al suelo, aturdido, pero intentó levantarse. Los hombres no lo permitieron. Uno de ellos lo pateó en el estómago y entre los tres lo arrastraron junto a ella. Kendall gritaba bajo la mordaza improvisada, los ojos abiertos de par en par, aterrada. Ethan, aún sangrando de la ceja, alzó la cabeza y la buscó con la mirada. —¡Tranquila! —jadeó con dificultad— ¡Todo va a estar bien! Pero ninguno de los dos pudo hacer nada. Los enmascarados los arrojaron a una furgoneta sin placas y la puerta se cerró de golpe, sumiéndolos en la oscuridad.