Lo más impactante de todo era que Carla, descaradamente, no llevaba nada debajo de aquel atuendo.
Sus generosas curvas, blancas como la nieve recién caída, se perfilaban seductoras bajo el tenue tul carmesí con una provocación casi obscena. Cada movimiento suyo hacía que la seda rozara sus pezones erectos, creando un espectáculo que habría hecho enrojecer hasta al más mojigato de los monjes.
—¡Eres una tentación andante! ¿Seguro que en tu vida pasada no fuiste algún tipo de demonio seductor? —No pude contenerme por más tiempo y la atraje hacia mí con fuerza bruta e impetuosa, enterrando mi cara en su escote.
Esa mujer era la encarnación misma de una zorra celestial. De pronto comprendí con claridad por qué tantos emperadores de la antigüedad habían perdido imperios enteros por mujeres tan fogosas como ella.
Su magnetismo sexual era tan potente que hasta un eunuco habría sentido latir su sangre con furia ante semejante visión.
—Dime, ¿dónde diablos te habías escondido antes? —Le planté