Sofía permanecía despierta, tendida en su cama con los sentidos alerta. Cuando escuchó por casualidad el sonido de mis pasos alejándose por el pasillo, sintió cómo una extraña comezón comenzaba a recorrer todo su cuerpo, se inquietó como si miles de hormigas eléctricas bailaran bajo su piel.
Ella sabía con claridad adónde me dirigía a estas horas de la noche.
La curiosidad, ese demonio travieso, comenzó a corroer su autocontrol. ¿Realmente podía ser tan placentero aquello que hacían los hombres y las mujeres en la intimidad? ¿Tan embriagador era como para que yo, a pesar del agotamiento de la jornada, saliera corriendo desesperado en mitad de la noche como poseído?
De pronto recordó aquellos vídeos subidos de tono que habían aparecido misteriosamente en su celular semanas atrás. Los había borrado al instante, quemados por la vergüenza... pero ahora, en la soledad de su habitación, sus dedos inquietos parecían moverse por voluntad propia, buscando con frenesí en la papelera de reciclaje