Leonardo cerró la puerta de la oficina tras él con tanta fuerza que las ventanas temblaron. Tenía los nervios a flor de piel, su temperamento a flor de piel. Había tomado una mala decisión de negocios.
Lo último que necesitaba era…
"Hola, Leonardo".
Se puso rígido.
Se le encogió el corazón.
Isla.
Estaba dentro de su oficina como si fuera suya, inclinada despreocupadamente cerca de la ventana con los brazos cruzados y una expresión indescifrable. La luz del sol a su espalda proyectaba un contorno brillante alrededor de su silueta, enfatizando el peligro silencioso que representaba.
Leonardo apretó la mandíbula.
"¿Qué demonios haces aquí, Isla?", espetó. "¿Quién te dejó entrar? Le dije a seguridad que no quería verte. Te dije que te alejaras de mí".
Isla se apartó del marco de la ventana y avanzó con pasos lentos y precisos: el tipo de andar diseñado para provocar, para dominar un espacio, para marcar el ritmo de la interacción.
Cada golpe de sus tacones resonaba por toda la oficina.
"N