La sustituta de la Luna. 90 días para un Alfa
La sustituta de la Luna. 90 días para un Alfa
Por: Merfevi
CAPÍTULO 01

Narrado por Myra

Si el infierno existe, debe parecerse mucho a mi vida.

El pitido constante de la máquina de diálisis se mezcla con el goteo del suero y con la respiración débil de mi hermana. El cuarto huele a desinfectante barato y a humedad; las paredes tienen manchas de moho que jamás pudimos quitar. La luz del foco parpadea de vez en cuando, como si también estuviera cansada de seguir funcionando.

—Tranquila, hermana… ya casi termina —murmuro, aunque sé que no me escucha del todo.

Evelyn tiene los ojos cerrados, la piel apagada, las manos frías. Cada vez que la veo así, un nudo helado se forma en mi estómago. Sus brazos están llenos de moretones por las agujas. Su cuerpo ya no soporta los tratamientos como antes.

Miro la bolsa de líquido que termina de filtrarse y trago saliva. Esa bolsa… es todo lo que pude pagar esta semana. La última.

Mi sueldo no alcanza.

Mis ahorros ya no existen.

Me los arrancaron de las manos junto con mi dignidad.

Respiro hondo y, por un segundo, dejo que la rabia supere al miedo.

Recuerdo la voz de Daniel en mi oído, prometiendo cosas que jamás pensó cumplir.

“Confía en mí, amor. Es una inversión segura. Triplicaremos el dinero y podrás dejar ese hospital de m****a. Yo te cuidaré.”

Qué fácil fue creerle.

Qué fácil fue entregarle los pocos ahorros que tenía, el sueño de un mejor tratamiento para mi hermana.

Qué fácil fue para él tomarlo todo… y desaparecer con otra mujer.

Parpadeo para ahuyentar las lágrimas que amenazan con salir. No puedo llorar ahora. No cuando tengo que terminar el procedimiento y asegurarme de que mi hermana no se descompense.

—Resiste un poco más, hermana —susurro, ajustando con cuidado la línea—. Te prometo que voy a sacarte de esto.

No sé cómo. Pero se lo prometo igual. Tal vez estoy mintiendo solo para no romperme del todo.

Cuando por fin termino, desconecto el equipo con manos expertas. Soy enfermera, sí, pero nunca pensé que terminaría aplicando mis habilidades en una habitación destartalada, porque los hospitales cuestan más que una vida humana.

La máquina se apaga y, por primera vez en horas, el silencio se apodera del cuarto.

Mi hermana abre los ojos lentamente.

—Myra… —su voz es apenas un susurro ronco—. ¿Ya… terminaste?

—Sí, Eve. —Le tomo la mano con suavidad, intentando sonreír—. ¿Te sientes muy cansada?

—Solo… un poco —miente. La conozco demasiado bien.

Sus dedos huesudos aprietan los míos con una fuerza que ya casi no tiene.

—Tienes ojeras… —dice entrecortado—. No estás durmiendo. No estás comiendo.

—No exageres —bromeo, aunque por dentro me derrumbo—. Solo trabajo un poco más de lo normal.

Un poco más.

Turnos dobles.

Horas extra que nadie me paga del todo.

Días que se funden entre el hospital, la diálisis en casa y las idas a la farmacia para preguntar si han bajado los precios de los medicamentos que nunca puedo comprar.

—No quiero ser una carga —susurra.

Esa frase se clava en mi pecho como un cuchillo.

—No digas eso. Tú eres… lo único que tengo.

Su mirada se humedece. La mía también, pero me obligo a tragar las lágrimas.

—Tienes que irte, Myra —dice al final—. Se te va a hacer tarde.

Miro el reloj. Tiene razón. Si llego un minuto tarde al hospital, el Dr. Clarke me va a mirar con esa cara de desprecio que tanto detesto… y hoy no estoy de humor para soportarlo.

Le acomodo la manta, le beso la frente y me levanto.

—La vecina vendrá en unos minutos para estar contigo mientras yo trabajo —le explico—. Si te sientes mal, le dices que me llame, ¿sí?

—Estoy orgullosa de ti —susurra, ya medio dormida—. No dejes que el mundo te rompa.

Demasiado tarde, pienso.

Pero no se lo digo.

Camino rápido hacia la parada de bus, viendo autos pasar, parejas discutiendo, niños con mochilas demasiado grandes para sus espaldas. Para ellos el mundo sigue girando. Para mí, se ha detenido en una lista infinita de preocupaciones: medicinas, alquiler, comida, la máquina de diálisis que cualquier día dejará de funcionar.

Y ahora, además, mi trabajo.

Al pasar cerca del muro, el lunar en mi espalda arde, no me mortifico, puesto que ya esto acostumbrada. 

Ese gran muro es la división entre los humanos y los hombres lobos. Así es “hombres lobo”. Todos sabemos que son monstruos, que te matan si no obedeces, que matan a inocentes, que no tienen corazón ni sangre en las venas. 

Sin embargo, cada vez que pasó por este camino y veo el gran muro, no puedo evitar pensar en cómo son, cómo se comportan. 

Después de varios minutos, el hospital se levanta frente a mí como una caja gris gigante con ventanas manchadas. Es feo, pero al menos es mi fuente de ingresos. No puedo permitirme perderlo.

Entro, me cambio rápido, dejo mi bolso en el casillero y me pongo el uniforme blanco y perfectamente planchado. Es irónico: mi vida es un desastre, pero mi uniforme está impecable. Como si eso pudiera darle orden al caos.

A mitad del pasillo, escucho la voz que menos quiero oír.

—Myra.

Me detengo.

Reconocería esa voz en medio de una guerra.

Fría, suave, condescendiente.

El Dr. Nathan Clarke está apoyado en el marco de la puerta de su oficina. Lleva la bata blanca impecable, el estetoscopio colgando del cuello y esa sonrisa que me da repelús.

—Doctor —respondo, intentando que mi voz suene neutra.

—Entre —dice, sin preguntarme si tengo tiempo, si estoy ocupada, si quiero.

No tengo opción. Ninguna que no termine con mi despido, al menos.

La oficina huele a café caro y colonia intensa. Cierra la puerta detrás de mí y el sonido del seguro deslizándose me pone la piel de gallina.

—Si es por la paciente de anoche, ya entregué el reporte —informo rápido, manteniendo la distancia.

Él se sienta en la silla, me mira unos segundos, como si me diseccionara con los ojos. Luego sonríe.

—No te llamé por eso.

Mi estómago se encoge.

—Escuché que tu hermana está peor —dice, fingiendo interés—. Y que necesitas un tratamiento de diálisis más avanzado. Más caro.

Me aferro a la carpeta que llevo en las manos.

—No es asunto suyo, doctor.

—Claro que lo es —replica—. Eres una excelente enfermera, Myra. Sería una pena que… por problemas económicos… tu rendimiento comenzara a fallar.

Sé a dónde va. Lo he visto hacer esto con otras. Siempre pensé que yo sabría poner límites. Que sería más fuerte. Qué estúpida fui.

—¿A qué se refiere? —pregunto, aunque ya lo sé.

Se levanta. Da la vuelta al escritorio. Se detiene demasiado cerca de mí.

—Conozco a alguien en administración —dice—. Podríamos gestionar un apoyo especial para tu hermana. Un cupo en un mejor programa de diálisis. Incluso… medicamentos.

Mi corazón se acelera.

—¿De verdad…? —pregunto, esperanzada por un segundo.

Él sonríe. Y en esa sonrisa veo algo frío, sucio.

—Todo tiene un precio, Myra.

Da un paso más. Puedo sentir su respiración en mi rostro.

—No… —susurro, retrocediendo—. No voy a acostarme con usted.

Su máscara cae. La amabilidad desaparece. Sus ojos se vuelven duros.

—No hablé de eso —miente—. Pero si quieres ponerle palabras…

Su mano se estira hacia mi rostro. Intento apartarme, pero choco con el escritorio. Me atrapa por la muñeca.

—Piensa en tu hermana —murmura, acercando su boca a la mía—. De verdad quieres que muera por tu orgullo… es tan joven y tiene un futuro prometedor

El asco me sube por la garganta como bilis.

—Suélteme —exijo.

No lo hace. Intenta besarme. Siento sus labios rozar los míos y algo en mí se rompe.

La lámpara sobre el escritorio está a centímetros de mi mano libre. Sin pensarlo, la tomo con fuerza y se la estrello en la cabeza.

El golpe suena seco.

Él suelta un gruñido de sorpresa y cae de rodillas. La lámpara se apaga y el vidrio se quiebra en el suelo.

Me quedo helada durante un segundo eterno. Lo veo llevarse la mano a la sien, aturdido, pero consciente.

—Estás… loca —escupe con rabia—. Te vas a arrepentir, maldita.

No espero a oír nada más.

Salgo corriendo.

Abro la puerta. Cruzo el pasillo casi sin ver. Oigo voces, gente llamándome, pero no me detengo. No puedo. No después de lo que hice. No después de lo que él hizo.

Salgo por la entrada trasera del hospital. El aire frío golpea mi rostro como una bofetada. Mis manos tiemblan. Mi corazón late tan rápido que siento que va a explotar.

Acabo de golpear a mi jefe.

Un médico respetado.

Un hombre con poder.

Nadie me va a creer.

Camino sin rumbo al principio, luego acelero el paso hasta casi correr. Las luces de la ciudad se difuminan. El cielo se tiñe de naranja y luego de un azul profundo.

No sé cuánto tiempo llevo caminando cuando me doy cuenta de que estoy en una carretera casi vacía, en las afueras. Las farolas son escasas, la oscuridad más densa.

Mis pensamientos son un caos: mi hermana, el alquiler, la denuncia que se viene, el miedo… la impotencia. Siempre la maldita impotencia.

Una bocina suena con fuerza.

Luces intensas me ciegan.

Un auto frena de golpe frente a mí. Doy un salto hacia atrás, trastabillo y caigo de rodillas en el asfalto.

—¡¿Estás loca?! —ruge una voz masculina.

Mi respiración se acelera. Mis manos arden. Siento un raspón en la rodilla, pero el dolor físico es lo de menos.

La puerta del conductor se abre. Un hombre alto baja del auto, maldiciendo en voz baja. No lo miro. No quiero ver la furia en sus ojos.

No hasta que escucho la otra puerta abrirse.

La del lado del copiloto.

—Déjala, no fue su culpa —dice una voz femenina, suave, fría.

Levanto la vista.

Y el mundo deja de hacer sentido.

La mujer que se acerca hacia mí… soy yo.

O, mejor dicho, parece yo.

Tiene mi rostro.

Mi nariz.

Mi boca.

Mis pómulos.

Hasta el tono de piel es el mismo.

Pero no somos iguales.

Ella viste un abrigo largo y elegante, como si saliera de una revista. Lleva el cabello perfectamente peinado, el maquillaje impecable, tacones que jamás podría pagar ni usar. Su postura es recta, segura. Sus ojos… sus ojos son distintos. Más afilados. Más peligrosos.

Siento que el aire me abandona.

Ella se agacha un poco para verme mejor, como si observara un reflejo extraño.

Sus labios se curvan en una sonrisa lenta.

—Vaya… —su voz es baja, casi musical—. Es como mirarme en un espejo.

Mi corazón se detiene.

No entiendo nada.

No entiendo quién es, qué hace aquí, por qué tiene mi cara.

Y, por primera vez en mi vida, siento un miedo que va más allá de la pobreza, la enfermedad o la soledad.

Es un miedo que me dice que mi vida, tal como la conozco, acaba de terminar.

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