Con extrema parsimonia empacaba sus pocas pertenencias, queriendo dilatar lo más posible ese momento. Si de ella dependiera podría estar días empacando sus cosas con tal de no tener que irse. Guardó prolijamente sus pocas prendas dentro de la uardó esla azul, que era un recuerdo de su madre. Su madre, Dios, pensar en ella dolía tanto. A pesar de haberla perdido hace tantos años, aún dolía y en momentos como ese añoraba fundirse entre sus cálidos brazos y olvidar todo el dolor que apretaba su roto corazón.
De pronto una escueta sonrisa afloró en su rostro al recordar sus aventuras de antaño en la universidad. Sentía tan lejanos esos tiempos. Ya no sonreía, no tenía motivos para hacerlo. A pesar de estar a escasos dos meses de cumplir los veintiún años se sentía seca por dentro, tan amargada y desmotivada. Aunque nunca tuvo la oportunidad de ser una niña, las responsabilidades llegaron desde que era muy joven y con el paso del tiempo se tornaban más pesadas. Espesas lágrimas se deslizaban por sus bronceadas mejillas mientras apretaba los tirantes de la mochila con fuerza. El equipaje estaba listo, no podía seguir dilatando ese momento. No quería irse, no deseaba abandonar su casa, tampoco deseaba abandonar a sus hermanos pequeños. No deseaba abandonar los recuerdos de su madre y a pesar de todo, tampoco deseaba abandonar a su padrastro... A pesar de ser el hombre más despreciable y despiadado del mundo, lo quería, porque podía entender su enojo. Después de todo ella también solía despreciarse a si misma la mayor parte del tiempo. ¿Realmente quería a aquel hombre? Nunca se había detenido a pensar en la respuesta, quizás no había cariño, el poco que quedaba él lo mató el día en que pasó el límite. Quizás, simplemente lo que sentía por su padrastro era costumbre porque él era parte de su rutina y su realidad. También era el hombre que se encargó de crear un infierno para su vida... —¡Apresúrate, Jill! —El grito ronco de Alejo, su padrastro, le hizo agilizar sus movimientos. Era inevitable temblar cada vez que él alzaba la voz. —Si, en un momento bajo. —Gritó en respuesta. Sus manos comenzaron a temblar y ella intentó calmarse. Terminó de empacar todo, inclusive guardó la libreta que años atrás su madre le había regalado antes de morir. En ella solía escribir poemas, o bien, intentos de ellos. Además, cuando se sentía ahogada, superada por las situaciones cotidianas, escribía, escribía cada maldita cosa que le sucedía, o bien, explayaba abiertamente sus negativos sentimientos, los cuales honestamente, eran bastantes. Se colocó la mochila al hombro, avanzó un par de pasos mientras que con la mirada recorría cada rincón de su lúgubre habitación. Dentro de dos meses cumpliría la mayoría de edad, al fin sería libre, se volvería la dueña de sus decisiones, de su vida, de su persona. Podría luchar por tener la custodia de sus dos hermanos, no es que su padrastro no cuidara de ellos, pero tenía muy en claro, que el hombre estaba tan lleno de odio que no tenía la capacidad de criar en un ambiente adecuado a dos niños. Dejó escapar un suspiro agobiado mientras limpiaba la humedad de sus mejillas con el dorso de su mano. Salió de la habitación, con suavidad cerró la puerta y se quedó unos segundos de pie junto a ella, su mirada se hallaba fija en el húmedo piso de cemento. Su corazón comento a latir con prisa y la nostalgia la invadió completamente. —¡En una puta hora sale el bus, apresúrate! —Gritó con fuerza el hombre desde la sala. Las palabras secas y hostiles, al punto que lograban erizarle la piel. Jill no respondió, echó un último vistazo a su alrededor, luego, ya resignada a su caótica suerte se encaminó escaleras arriba. Jamás pensó que un día podría llegar a extrañar el húmedo sótano, el cual por años fue su habitación. Su rincón seguro, como solía llamarlo, por que dentro de esas cuatro humedad paredes nada podía dañarla. Al adentrarse en la sala se encontró con la fiera mirada de su padrastro, al verlo giró rápidamente el rostro. No podía mirarlo a los ojos, no cuando la vergüenza se la devoraba desde dentro. Dolía mirarlo a la cara, ver la desesperanza reflejada en sus ojos negros. El hombre sostenía un cigarrillo entre sus dedos y la mirada perdida tras el cristal de la ventana. La chica se quedó en silencio observando la silueta fornida, de quién por años fue su mayor verdugo. —Ya estoy lista, —se atrevió a romper el sepulcral silencio que inundaba la habitación. Dio un par de pasos torpes, acercándose al hombre, por instinto, sus piernas temblaban cada vez que estaba cerca de él. —¿Puedo despedirme de mis hermanos? —La voz se le quebró y sus ojos celestes se llenaron de lágrimas. —No. —Su respuesta fue seca y tajante. Giró nuevamente para mirar a la chiquilla. —Ellos ya están dormidos, además ya es tarde. Llegaremos con el tiempo justo al terminal de buses. Jill no dijo nada más, guardó sus manos en los bolsillos de sus gastados jeans y se encaminó a la salida. Algo dentro de su pecho quemaba, a cada centímetro que avanzaba el escozor se tornaba más intenso. Se esforzaba por mantener un semblante sereno, no le daría en el gusto a Alejo, no derramaría una mísera lágrima frente a él. De pronto, todo su autocontrol se desmoronó. —¿A dónde vas Jill? —La aguda y melodiosa voz de su hermana pequeña le hizo girar de golpe. Desde la ventana del segundo piso la niña los observaba con notoria curiosidad. Quiso responder, poder decirle cuánto la amaba a ella y a Martín, que ambos son su inspiración, que un día volvería por ellos, pero no pudo. Las palabras se atoraron en su garganta y en su interior todo era caos, quería llorar, gritar, arrodillarse frente a Alejo y suplicar su perdón, que le diera una maldita oportunidad de seguir ahí, a su lado. Estaba dispuesta a todo con tal de que le diera la oportunidad de quedarse. —Deja de perder el tiempo Jill, —Alejo la observaba desde dentro de la camioneta. Impaciente dio un par de golpes contra la chapa del automóvil. —Apresurate niñata estúpida, no me hagas perder el maldito tiempo. Mira que a mí no me sobra como a ti. —Volveré pronto, los amo demasiado. Ahora ve a la cama Manuela y obedece a papá en todo... Te amo tanto mi chiquita... —Con dificultad pronuncio aquellas palabras, el simple hecho de hablar dolía. Totalmente resignada se acomodó en el asiento del copiloto. —Son tus hijos, pero también son mis hermanos, imagino que tienes claro que tengo todo el derecho del mundo para estar con ellos. El semblante se Alejo se tornó rígido ante el comentario de su hijastra, puso en marcha el vehículo, luego hizo una seña con sus manos despidiéndose de la niña que los miraba sin comprender nada. La pequeña Manuela simplemente le sonrió a su padre en respuesta y posteriormente obedeció. —Ese derecho lo perdiste hace mucho, no eres buena influencia para mis hijos. No quiero que se críen junto a una hermana put@ y adict@ a las pastillas. —Una vez en la calle presiono el acelerador, le urgía llegar con prisa al terminal de buses. Ambos mantenían un incómodo silencio, las asperezas entre ellos eran palpables, lo que tornaba el ambiente completamente denso y en cierto modo angustiante. Jill había girado su rostro hacía la ventanilla del vehículo, mientras que Alejo trataba de mantenerse concentrado en la carretera. Al llegar estacionó la camioneta con prisa, importándole poco si infringía alguna ley de tránsito. La lentitud de su hijastra le enfermaba de los nervios, por lo que, con agilidad descendió del vehículo, dio la vuelta y bajó a la chica a empujones. Tan solo deseaba deshacerse de ella lo antes posible, no tener que volver a ver su maldita cara de mosca muerta. —Camina de una puta vez, Jill. —Con fuerza le cogió el brazo comenzando a zarandearla, tal acción llamó la atención de algunos transeúntes, quienes miraban con desagrado tal escena. —¡Déjame! —Murmuró bajito, la situación se tornaba bastante incómoda. Alejo apretaba tan fuerte el brazo de la joven que de vez en cuando esta se quejaba con voz lastimera. Finalmente la soltó una vez estuvieron en frente del bus. No hubo despedida, ni abrazos, ni mucho menos palabras bonitas. Jill entregó su pasaje al auxiliar y se adentró en el autobús. Alejo no se movió de ahí hasta que partieron, necesitaba asegurarse de que por nada del mundo regresaría, al menos que no lo hiciera en un buen tiempo. Jill, se acomodó junto a la ventana, por suerte viajaban pocas personas. Con desgano se colocó el cinturón de seguridad para luego inclinar el asiento hacia atrás, era un viaje de casi doce horas, por lo que necesitaba ir lo más cómoda posible. Al fin estaba a solas, cada pasajero iba sumergido en su propio mundo, por lo que se permitió llorar. Lo hizo en silencio, no deseaba llamar la atención ni mucho menos inspirar la lastima de nadie. Pensó en sus hermanos pequeños, en cuan solos se sentirían de ahora en adelante, ella ya no estaría para leerles libros infantiles cada noche, tampoco para inventar historias de príncipes y princesas, o de caballeros y dragones feroces. Se acercaba navidad, no podría hornear el pavo del modo que a ellos tanto les gustaba, tampoco estaría para preparar los postres de leche que tanto adoraba Martín. ¿Quién secaría sus lágrimas cada vez que estuvieran tristes? ¿Quién se encargaría de amarlos y cuidarlos como se debe? Esas interrogantes provocaban aún más dolor, dolor que quemaba en el centro de su pecho. Tenía claro que se había equivocado, tomó malas decisiones y ahora pagaba las consecuencias de todas ellas, aun así, no consideraba justa la decisión de su padrastro. ¿Acaso no entendía que sus hermanos eran todo lo que ella tenía? Obviamente lo hacía, lo sabía, el punto es que no le importaba. Usaba a sus hermanos para herirla en lo más profundo de su ser. De tanto llorar le costaba respirar, rápidamente sacó de su bolsillo un paquete de pañuelos desechables para luego limpiar su nariz de manera escandalosa. Volvió acomodarse en su asiento abrazándose a sí misma, fijó su mirada cansada en el sombrío paisaje. Necesitaba distraerse, olvidarlo todo, que su conciencia la dejara en paz un solo instante, ya abrían muchas horas por delante para lamentar su inmensa estupidez. Pese a su esfuerzo sobrehumano por no pensar en nada, no pudo evitar pensar en Eduardo. Esta vez no lloró, ya no derramaría lágrimas en su honor, la pena se desvaneció dando lugar a la rabia. Ahora pensaba con cabeza fría, aun así no comprendía el actuar del otro chico. ¿Qué le había hecho para que le cagara la vida de esa manera? Su único error fue confiar en la persona equivocada y amar sin miedos. Ahora que lo pensaba, fue estúpida, aunque pese a sus errores le hubiese gustado contar con el apoyo de su padrastro. Después de que la bomba explotara se sintió más sola que de costumbre. No había absolutamente nadie de su parte y le tocó reunir las fuerzas necesarias para seguir adelante siendo consciente del desprecio de todos a su alrededor. Recargó su mejilla contra el frío cristal de la ventanilla, su mirada melancólica se perdió entre el fosco paisaje mientras se debatía mentalmente entre dejar ir aquellos tortuosos recuerdos, o bien, enfocarse en su incierto presente. Por un instante, trató de imaginar cómo serían sus jefes. Aquellas personas que la recibirían en su casa para trabajar como empleada doméstica. Para su padrastro, era una buena idea, como no pudo culminar su último semestre en el instituto, entonces que se pusiera a trabajar. Trabajar no era algo que le molestara, todo lo contrario, lo que volvía está situación alarmante era la distancia. ¿Cuándo podría volver a sus hermanos si estaban a doce horas de distancia? Un suspiro tembloroso escapó de sus labios e hizo un esfuerzo sobre humano por no pensar en nada. El cansancio comenzó a causar estragos en ella. Sus párpados comenzaron a sentirse pesados, sus ojos ardían y su cuerpo lentamente comenzaba a adormecerse. De su mochila sacó una chaqueta de mezclilla cubriéndose con esta el torso, ya que, entre más se alejaban de la ciudad, más refrescaba, al menos esa era la sensación que a ella le daba. Cerró sus ojos acurrucándose un poco en el asiento, la pesadez cada vez era mayor, por lo que, apenas se relajó cayó en un profundo sueño.