32. El fuego de la manada.
El aullido resonó en la distancia, un recordatorio brutal de lo que dejaba atrás. En mis venas aún corría la rabia, la necesidad de liderar, de controlar, de ser el alfa. Pero la figura de Rita, su suavidad, su paciencia, todo lo que representaba para mí, me arrastraba hacia un abismo del que no podía volver. Y lo aceptaba. Sabía que, de alguna manera, este deseo tan visceral por ella y por mi vida juntos me estaba despojando de la capa de líder que tanto había protegido.
La casa estaba en un silencio tenso, pero la presión de lo que venía ya se sentía como una ola gigantesca, levantándose desde el fondo, lista para arrastrarnos. La decisión que había tomado no era algo sencillo; era un peso sobre mis hombros. Rita era el ancla que me mantenía conectado a la humanidad, a la emoción, a la verdad que había querido evitar durante tanto tiempo.
Me miraba desde el otro lado de la habitación, su mirada tan directa que sentí que me desnudaba, pero no de una forma física. Era como si pudiera