AMELIA ALBERTI
Lo primero que sentí fue calor.
El tibio y reconfortante calor de una mano entrelazada con la mía.
Luego, la respiración suave… lenta… viva.
Abrí los ojos despacio.
El techo blanco del hospital ya no me parecía tan amenazante.
Giré la cabeza y ahí estaba él.
Paolo.
Dormía. No profundamente, pero dormía.
Sus pestañas rozaban la piel amoratada debajo de sus ojos, y cada leve movimiento de su pecho me confirmaba que estaba ahí, conmigo.
Una sonrisa se formó en mis labios sin que pudiera evitarlo.
No era una sonrisa de alegría desbordada…
Era de alivio.
De amor.
De un “gracias” silencioso al universo.
Me incorporé con cuidado y acerqué los labios a su frente.
Lo besé suavemente, como si fuera de cristal.
Como si cualquier gesto brusco pudiera despertarlo del milagro.
Sus párpados se movieron un poco.
Y luego, su voz ronca, apenas audible, salió:
—Mily…
—Shhh… —respondí de inmediato, acariciando su cabello—. Estoy aquí. No hables si te duele.
—No me duele tanto amor tranquil