El ritmo de la música llenaba la caravana con un aire cargado, sofocante. Ella podía sentir cómo el pecho de Gabriel subía y bajaba bajo el peso de su cuerpo, cómo su mirada oscura no se apartaba ni un segundo de la suya.
— ¿Sabes lo que me haces, Alexandra? — murmuró él, su voz grave, ronca, tan cerca que la vibración de sus palabras recorrió la piel de su cuello. — Me vuelves loco… me sacas de mí mismo.
Ella arqueó una ceja, sin perder la compostura, aunque por dentro el pulso le martillaba. — ¿Y acaso no era ese el trato, Gabriel? — respondió con ironía, inclinándose un poco más, dejando que su cabello rozara el rostro de él. — Que tú y yo no tuviéramos paz nunca.
Gabriel sonrió con un gesto peligroso, deslizando una mano lentamente por la espalda de ella hasta llegar al final de su columna. — No me importa la paz. Lo único que quiero es esto… — apretó aún más su cintura, obligándola a sentir la tensión de su cuerpo bajo el suyo. — Quiero que entiendas que nadie puede tocarte como