El relinchar de los caballos sacó a Lis del lecho. Comió deprisa una pieza del pan traído por los aldeanos y fue a encontrarse con Desz en el patio frontal. Tenía él dos caballos, como había prometido: un corcel negro de lustroso pelaje y uno blanco con expresión de aburrimiento. No se veían en muy buena forma, pues estaban algo gordos. Probablemente no eran usados más que para arrear carretas de vez en cuando y no tendrían mucha resistencia para el galope, supuso Lis, que se consideraba bastante capaz respecto a los caballos.
—Pareces decepcionada —comentó Desz, divertido por la forma en que ella inspeccionaba a los animales.
Sólo le faltaba levantarles las patas para revisar el estado de las pezuñas.
—Me sorprende que no se hayan desmayado con la cabalgata hasta aquí —dijo ella, levantándole una pata al caballo blanco.
Desz sonrió y palmeó el lomo del caballo negro. Al parecer, la princesa ya había hecho su elección.
—También tenían unas mulas —agregó él—, si prefieres...
—No. V