Tras casi una semana ausente, el señor regresó, pero no venía solo, una mujer de mediana edad le acompañaba. Avanzó cabeza gacha tras él, con hombros elevados como si intentara ocultar la cabeza dentro de su cuerpo. Y temblaba con cada ademán que hacía el hombre.
—¿Quién es ella? —preguntó Alen.
—Es una sierva que te ayudará en tus tareas. Ella se encargará de nuestra alimentación —contó, extrañamente divertido—. Más tarde ve a la aldea y consíguele algunas ropas.
La mujer llevaba un vestido harapiento y raído. De lo que quedaban de las mangas colgaban unos brazos escuálidos y cenicientos.
—¿Qué le pasó en el rostro? —preguntó Alen.
Ella tenía un ojo morado y los labios hinchados.
—Su antiguo señor la maltrataba. Le cortó la lengua y no puede hablar. Se paciente y explícale cómo funciona todo —ordenó y se retiró a descansar del largo viaje.
Siervas se podían conseguir en todas partes. Las aldeas estaban llenas de mujeres que gustosamente dejarían las labores del campo por otras me