—¿Señorita, se encuentra bien? —preguntó el hombre con un dejo de preocupación.
Elizabeth se incorporó con rapidez, alisó su falda con torpeza y asintió.
—Sí, gracias. Esta gente es... una salvaje —murmuró, aún con el ceño fruncido.
Fue entonces cuando notó los guantes de boxeo que el hombre sostenía. Sus mejillas se tiñeron de rojo al comprender que probablemente él también formaba parte del espectáculo. Acababa de abrir la boca sin pensar.
—Lo siento... yo no quise—
—No te preocupes —la interrumpió con una media sonrisa—. Tienes razón. Son unos verdaderos animales. Estas peleas no tienen nada de natural.
Elizabeth se sacudió las manos y esbozó una leve sonrisa, apenas un gesto en la comisura de sus labios.
—¿Y tú? ¿También eres un luchador? —preguntó, mirándolo de arriba abajo. Su apariencia desentonaba por completo con la del resto.
—Sí —respondió con tranquilidad—. En el bajo mundo me conocen como La Pluma.
Le extendió la mano, y ella, aún intrigada, aceptó el gesto.
—Mucho