—¿Señorita, se encuentra bien? —preguntó el hombre con un dejo de preocupación. Elizabeth se incorporó con rapidez, alisó su falda con torpeza y asintió. —Sí, gracias. Esta gente es... una salvaje —murmuró, aún con el ceño fruncido.Fue entonces cuando notó los guantes de boxeo que el hombre sostenía. Sus mejillas se tiñeron de rojo al comprender que probablemente él también formaba parte del espectáculo. Acababa de abrir la boca sin pensar. —Lo siento... yo no quise— —No te preocupes —la interrumpió con una media sonrisa—. Tienes razón. Son unos verdaderos animales. Estas peleas no tienen nada de natural.Elizabeth se sacudió las manos y esbozó una leve sonrisa, apenas un gesto en la comisura de sus labios. —¿Y tú? ¿También eres un luchador? —preguntó, mirándolo de arriba abajo. Su apariencia desentonaba por completo con la del resto.—Sí —respondió con tranquilidad—. En el bajo mundo me conocen como La Pluma. Le extendió la mano, y ella, aún intrigada, aceptó el gesto. —Mucho
Elizabeth cerró la puerta de la mansión de un portazo, furiosa. Pero no era la única que ardía en cólera. Xavier la esperaba en la sala de estar, sentado con una copa de alcohol en la mano. Su mirada era impasible, desafiante.—¿Entonces siempre supiste de las peleas clandestinas en el bar? —espetó Elizabeth sin siquiera saludarlo, apuntándolo con el dedo.—Por supuesto —respondió él, encogiéndose de hombros—. Es mi bar. Siempre he estado al tanto. Deja demasiadas ganancias. Han existido desde siempre.—¡Es increíble! Ni siquiera me lo mencionaste. Dejaste que esa estúpida de Helena tomara el control, llevó a esos animales y casi matan a un hombre.Xavier se puso de pie, cruzándose de brazos mientras la observaba fijamente, a escasos pasos de ella.—De eso se tratan las peleas, Elizabeth. Son combates a muerte. Las apuestas son altas, y la gente viene a ver correr sangre —dijo con voz fría, cada palabra le helaba hasta los huesos.—¿Cómo puedes permitir algo así? —preguntó ella, aún a
Ella ya estaba completamente decidida. Elizabeth no perdería un solo minuto más para avanzar con sus planes. Sin pensarlo dos veces, la semana siguiente tomó una carpeta con documentos y seleccionó cuidadosamente los más importantes para sacarles copia.Aunque las manos le temblaban al deslizar los papeles por la máquina, sabía que cada movimiento era necesario, por su bien y, sobre todo, por el de sus hijos.—¿Qué le dijiste a Xavier, Elizabeth? —Helena irrumpió de repente, gritando con furia. Elizabeth dio un brinco y, de forma instintiva, trató de ocultar los documentos detrás de su espalda.—¿Qué le dije de qué, Helena? —respondió con tono desafiante, alzando el mentón.—No te hagas la asolapada, Elizabeth. Sé que fuiste con tus lloriqueos a quejarte con Xavier. ¡Ahora me prohibió hacer las peleas clandestinas en el bar! ¿Tienes idea de cuánto dinero vamos a perder por eso? —espetó con veneno en la voz—. Pero ni sueñes que vas a salirte con la tuya. Llevo años trabajando en esta c
Xavier frunció el ceño. Aquel beso se sintió tan frío e indiferente que apenas suspiró antes de mirarla de nuevo.—¿Te pasa algo, cariño? —preguntó, girando la cabeza con un movimiento más perturbador que la escena misma. Ella apenas titubeó.—¿Por qué estás golpeando a ese hombre con tanta brutalidad? ¿Qué fue lo que hizo? —preguntó Elizabeth, aterrorizada.Xavier, en cambio, permanecía completamente impasible.—Porque ese hijo de puta creyó que podía traicionarme… y salir impune —respondió, mirando al hombre tirado en el suelo. Luego sacudió la cabeza con una mueca de sarcástica compasión.—¿Te... te traicionó? —balbuceó Elizabeth, sintiendo cómo la voz se le atoraba en la garganta.—Sí. Le vendió armas a Vicenzo, armas que estaban destinadas a mi organización. Y lo peor es que era uno de mis hombres de mayor confianza. Pero nadie me traiciona, Elizabeth. Nadie. —Xavier sentenció, con la mirada clavada en el cuerpo moribundo que jadeaba de dolor.La piel de Elizabeth se tornó lívida
Elizabeth no dudó ni un momento en abandonar aquel frío sótano; ni siquiera se detuvo a mirar atrás. Apretó el bolso que contenía los documentos, atesorándolos. Después de lo que había visto, no podía permitirse el lujo de ser descubierta.Marcell, que estaba sentado en la barra, la vio y se levantó al instante.—¿A dónde vamos, señora Elizabeth? —preguntó.—Tengo una cita con mi ginecólogo, voy sola. Gracias, Marcell.—Jefa, el señor siempre me pide que la acompañe por seguridad.—El señor sabe que salgo sola, si quieres, pregúntale. —Elizabeth respondió nerviosa, sin darle más oportunidad a Marcell, y apresuró el paso para salir del bar. Al hacerlo, miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la estuviera siguiendo, y tomó un taxi rumbo al encuentro con Vicenzo.Ni siquiera podía entender exactamente qué estaba haciendo. Estaba explorando territorios enemigos, y lo hacía sola. La cita era en la mansión de Vicenzo, y ni siquiera le importaba que su vida estuviera en riesgo.Al lle
Elizabeth deslizaba su lapicero de un lado a otro mientras observaba la pantalla de su laptop. Los últimos días se habían vuelto monótonos, atrapada en una rutina que la llevaba del trabajo a casa y de casa al trabajo. Xavier lo había notado; podía ver en su mirada el cansancio, la falta de ánimo que poco a poco comenzaba a opacarla.Con su cumpleaños a la vuelta de la esquina, él quería sorprenderla con algo especial. Sin previo aviso, apareció en su oficina y dio un par de golpes en la puerta.—Sigue —respondió ella con voz apagada.Xavier entró directamente, rodeó el escritorio y, colocándose detrás de ella, rozó su cuello antes de besarle suavemente la mejilla.—¿Cómo estás, mi amor?—Bien, terminando de revisar unos documentos. ¿Y tú? —contestó Elizabeth con un tono algo distante.Sin decir nada más, él tomó su mano, ayudándola a levantarse, y la rodeó por la cintura.—Quiero que cierres todo por hoy. Vamos a la mansión. Ponte un vestido elegante, quiero llevarte a un lugar.Ella
El hombre misterioso no apartaba la mirada del pecho de Elizabeth. Su atención estaba clavada en el collar, como si su alma estuviera atrapada en esa joya. Entonces, ella, con el corazón encogido como tantas veces, tomó a Xavier del brazo y lo hizo a un lado. Lo miró directo a los ojos, con esa expresión suplicante que él nunca podía resistir.—Cariño, ya hemos hablado de esto… ¿recuerdas lo que te dije?—Sí, Xavier, pero ese collar significa demasiado para él. Es un recuerdo familiar —respondió ella, con los ojos brillando de compasión.—Elizabeth, pagué una fortuna por ese collar. Fue un regalo para ti. No siempre podemos resolverle la vida a todo el mundo.—Te lo advertí, amor. Ayudaré a quien pueda —replicó ella con firmeza.Él la observó por un segundo, suspiró y luego se inclinó para besarla con ternura en la frente.—Está bien, cariño. Al final, fue un regalo. Tú decides qué hacer con él.Elizabeth sonrió, emocionada, y sin dudarlo se quitó el collar del cuello. Se acercó al ho
Elizabeth sacudió la cabeza, aturdida. Las palabras de Marcos eran como dagas: punzantes, letales. Su primer pensamiento fue si Xavier estaría involucrado en todo eso… sí lo sabía.—Ven, por aquí —dijo Marcos, conduciéndola por un pasillo más estrecho y silencioso que el resto.Al final del corredor, una puerta pequeña con un teclado numérico bloqueaba el paso. Marcos digitó una combinación, y la puerta se abrió con un leve clic metálico.—¿Qué es este lugar? —preguntó Elizabeth al entrar. Lo que vio la dejó paralizada: un grupo de personas permanecía en completo silencio, en marcado contraste con el bullicio de la sala de subastas principal.Marcos la guio hasta una esquina de la sala y la invitó a sentarse. Se inclinó hacia su oído y le susurró con voz baja.—Cada una de esas pinturas al óleo que ves ahí tiene un código oculto. Esos códigos representan órganos. Cada obra corresponde a la subasta secreta de un órgano humano diferente.—¿Qué…? —Elizabeth sintió que las manos le tembla