Elizabeth se puso tensa. Las manos le temblaban y, aunque intentaba disimular, sabía que Helena no le quitaba los ojos de encima. ¿La había descubierto? El pensamiento la golpeó como una ola helada, y por un instante sintió que todo se desmoronaba.—¿De qué estás hablando, Helena? —preguntó con la voz quebrada, apenas en un susurro.La mirada de Helena ardía de rencor. Estaba decidida, y su odio era imposible de disimular.Xavier permaneció callado. Las palabras de Helena le habían calado, y negó con la cabeza, intentando sacudir la duda.—Vamos, Helena. No digas estupideces —replicó con firmeza—. Estás alterada por lo de las luchas, pero eso podemos solucionarlo. Puedo encargarte otra cosa, si eso quieres.Helena soltó una carcajada seca y desequilibrada. Se llevó una mano a la cabeza, incrédula.—No lo entiendes, ¿verdad? Estás convencido de que esta mujer es lo mejor que te ha pasado. Pero no, Xavier. No lo es, puedo decirte que es lo peor que te ha pasado en la vida, ¡es una maldi
—¡Xavier, un castigo, no! ¡Xavier! —siguió gritando Helena.Sus alaridos de terror se escuchaban por el pasillo, y Elizabeth no pudo evitar salir corriendo tras ella. Marcell estaba en la puerta; al verla, apenas bajó la mirada. Sabía perfectamente lo que estaba a punto de ocurrir, y cualquiera sentiría compasión por la “pobre” Helena.Xavier salió de la oficina con los brazos cruzados y el rostro impasible.—Xavier, ¿a qué te refieres con castigo? —preguntó Elizabeth, nerviosa. Jamás había visto así a Helena; le resultaba desconcertante que la mujer que la había amenazado ahora suplicara aterrada.—Elizabeth, en la organización hay reglas que deben respetarse. Quien las rompe, recibe un castigo a latigazos.—¿Latigazos? ¿Van a golpear a Helena? —señaló la puerta hacía donde la habían llevado.—Por supuesto. Te faltó al respeto, así que recibirá su castigo —respondió Xavier, con total indiferencia.—La considero —dijo Marcell entre dientes—. Incluso los hombres más fuertes casi han pe
El amanecer fue llegando. Xavier dormía profundamente, abrazando a Elizabeth, hasta que el tono insistente de su teléfono sobre la mesa de noche lo despertó. Medio dormido, estiró el brazo y, al ver que quien llamaba era Dante, sus sentidos se pusieron en alerta de inmediato.—Dante, ¿Qué pasa? ¿Por qué me llamas a esta hora?Escuchó en silencio la respuesta, colgó sin decir una palabra, se vistió a toda prisa y salió directo hacia la sala de estar.Elizabeth se despertó con el alboroto. Miró el reloj: casi las cinco de la mañana. No valía la pena intentar volver a dormir, mucho menos sin Xavier a su lado, así que decidió levantarse también. Se dio una ducha rápida y se vistió para el día.Al bajar hacia la sala, el impacto la dejó sin aliento. Frente a ella, sentados en el sofá que el día anterior había dejado impecable, estaban sentados cinco de los hombres de Xavier.Descendió lentamente los escalones, devorando la escena con la mirada. ¡Carajo! Había sangre por todas partes; los h
Elizabeth limpió con delicadeza la herida en la frente del último hombre y esbozó una sonrisa tranquila.—Listo, eso ya luce mucho mejor. Solo necesitas descansar un poco y en unos días no quedará ni rastro de la cicatriz.Mientras guardaba los utensilios en el botiquín, los hombres de Xavier se pusieron de pie. La miraron con sincera gratitud.—Muchas gracias, señora. No sabemos qué habríamos hecho sin usted... Somos bastante inútiles para estas cosas —dijo uno de ellos, inclinando la cabeza en señal de respeto.—Está bien, solo cumplí con mi deber —respondió ella, sin darle demasiada importancia.Xavier los miró en silencio, y ellos comprendieron al instante que era momento de retirarse.Entonces, con una expresión algo tensa en el rostro, se acercó a Elizabeth, la rodeó por la espalda con sus brazos y depositó un beso suave en su mejilla.—A mí también me hubiera gustado que atendieras mis heridas con la misma delicadeza que tuviste con mis hombres —dijo Xavier, con un dejo
La visita de la diseñadora había sido agradable, pero Elizabeth no podía evitar sentirse invadida por una cierta melancolía. Xavier la había hecho darse cuenta de algo: estaba sola en el mundo. Aunque tenía a sus hijos, no había nadie más, aparte de él, que se preocupara sinceramente por ella. Y aunque sonara extraño, esa verdad la golpeaba con fuerza.A la mañana siguiente, se vistió de manera distinta. Llevaba ropa oscura y el cabello recogido en una cola. Al llegar al comedor, los niños y Xavier ya la esperaban. Ella se sentó sin prisa y comenzó a mover el desayuno con desgano.—Xavier, quería pedirte permiso para ausentarme hoy del trabajo —dijo, rompiendo el silencio.Él la miró con desconcierto.—¿Permiso? Cariño, ¿estás bien? No necesitas pedirme permiso para faltar. ¿Vas a quedarte en casa?—No, tengo algunos asuntos que resolver —respondió con voz seca, y llevó a la boca un bocado de comida ya fría.Xavier notó al instante lo apagada que estaba. Era imposible no percibir que
Con paso firme, Elizabeth entró al bar junto a La Pluma. Xavier, en su oficina, los vio a través de las cámaras de seguridad y frunció el ceño. Se levantó de inmediato, extrañado, y salió al salón principal.Por un instante, sintió un fugaz latido de celos, pero al reconocer al hombre a su lado —el mismo luchador que Elizabeth había ayudado tiempo atrás— su expresión cambió a una un tanto sombría y desconfiada.—¡Xavier! —lo saludó Elizabeth con un beso ligero en la mejilla.—Cariño, pensé que hoy no vendrías —respondió él, marcando territorio de inmediato. La rodeó con los brazos y la besó con fuerza, mirando fijamente a La Pluma, como si le estuviera lanzando una advertencia silenciosa. El gesto lo confundió, ¿Xavier estaba celoso?—Tuve que venir por una emergencia de última hora —explicó Elizabeth en voz baja, mirándolo con una súplica en los ojos que él supo descifrar al instante.—Dime, ¿qué sucede?—¿Recuerdas a La Pluma? —preguntó señalando al hombre. Xavier asintió con seried
El corazón le latía con fuerza, y las manos le sudaban. Era la quinta prueba de embarazo que Elizabeth se hacía en el año, y su mayor temor era volver a ver un resultado negativo.—Elizabeth, cariño, pase lo que pase, estoy contigo. Enséñame la prueba, me estoy muriendo de la curiosidad.Samuel la observaba con ansiedad, sus ojos expectantes buscaban respuesta en los de ella. Elizabeth, con un nudo en la garganta, abrió las manos y dejó al descubierto el casete. Pero en cuanto lo vio, el mundo se le vino abajo. Sus lágrimas brotaron sin control, rodando por su rostro como si fuesen un río incontenible.«Negativo».—No sirvo para tener hijos, Samuel… Nunca voy a ser madre. Casi llego a los treinta… Me quiero morir… No sirvo para nada.Samuel, sintiendo el dolor de su esposa como propio, se arrodilló frente a ella y la estrechó contra su pecho, dándole consuelo, mostrándole todo su amor.—No te preocupes, cariño. No te culpes. Si no podemos tener un hijo de forma natural, podemos adopta
Semanas más tarde. —Señora Elizabeth, aquí está la cena. —La mucama dejó el plato sobre la mesa. De repente, al ver lo que tenía enfrente, Elizabeth sintió que el estómago se le revolvía. Sacudió la cabeza y tomó el tenedor, dispuesta a dar el primer bocado.Pero… se levantó de golpe y corrió al baño con unas fuertes náuseas. No era la primera vez en la semana que le ocurría. Mientras se limpiaba la boca frente al espejo, un pensamiento la golpeó de lleno: su periodo había desaparecido hace un par de meses.¿Acaso era lo que imaginaba? Sin dudarlo, pidió una prueba en la farmacia y, al ver el resultado, las lágrimas nublaron su vista. Tanto tiempo esperando ese milagro y, por fin, ahí estaba. Lo que había anhelado con ansias se reflejaba en el casete.«Positivo»Saltó de alegría y se abrazó el vientre, sin poder creerlo. En ese preciso instante, la puerta de la mansión se abrió. Samuel acababa de llegar del trabajo y, al verla dando brincos, frunció el ceño.—Hola, mi amor. ¿Por qué