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Necesito otro trabajo.
Necesito un jefe que no sea Dominic Russo.
Me lo repito cada día, cada vez que le pongo la carta de renuncia en el escritorio y él la mira con su sonrisa ladeada, dándole la poca importancia que parece que le da todo. Esa maldita sonrisa, como si supiera algo que yo no, como si mi intento de escapar fuera un juego. A este punto parece que lo es. La carta de hoy está perfectamente doblada, escrita a mano en un papel que elegí con cuidado, como si la formalidad pudiera obligarlo a tomarme en serio. Pero sé que no lo hará. Nunca lo hace.
—Bonita letra cursiva. Es mejor que el fax de ayer.
—Y peor que las súplicas de mañana. —Que yo misma me lo esté tomando como una broma no me hace ningún favor, lo sé. Pero estoy desesperada llegados a este punto tan ridículo en el que parece un juego tonto que jamás voy a ganar.
Se le ilumina la mirada feroz que tiene. Dominic es el tipo de hombre porque el caería sin dudar si no fuera mi jefe, si no conociera sus trapicheos, y si no me sacara de mis casillas con tanta facilidad. Además, es un mujeriego. Yo soy su secretaria porque se ha follado a las diez anteriores. Y se folla a las mujeres de dinero que vienen a hacer negocios con él —si es que no vienen exclusivamente por el sexo—. Y se folla a la mujer de uno de los trabajadores de la planta baja. Y a la chica de la cafetería de la cuarta planta. Y se ha follado a la becaria que sube hasta aquí arriba cargada de papeles sin importancia sólo para verlo. Y mientras se las folla yo estoy ahí fuera, en mi escritorio, esperando a que termine para traerle un vaso un whisky y abrir las ventanas para que no apeste todo al sexo sucio que le gusta tener.
—Olivia, preciosa —mi nombre suena peligroso en sus labios—. Si se te ocurre ponerte de rodillas para eso, te advierto que lo último que va a salir de esa preciosa boca incontrolable que tienes va a ser una súplica. Deja de tentarme.
Quiero gimotear, pero seguro que si lo hago en voz alta va a tomárselo como una invitación para arrancarme la ropa, subrime sobre su escritorio de hombre de negocios y abrirme las piernas para meterse entre ellas como lo hace entre las piernas de toda mujer que pasa por este despacho.
Llevo una semana con esto de las formas de renuncia y cada vez va peor. Una parte de mi cree que si hago lo que quiere, dejará que me marche.
—¿Si me abro de piernas vas a dejar que renuncie por fin?
Se relame los labios y sus dedos tatuados doblan el borde de mi carta.
—Si te abres de piernas y deja que te folle, serás tú la que no se quiera alejar de mi.
¡Dios mío! Ya debería estar acostumbrada a estas sandeces suyas; sé que sólo lo dice porque soy la única mujer a la que no ha mancillado, esta palabrería le sirve con todas. Pero es mentira. Seré de usar y tirar para él, como lo son las otras.
—Pues qué suerte la mía —siseo mientras recojo mi quinta carta de renuncia y pongo los ojos en blanco—. Sólo era por saber, no voy a hacerlo.
—Deberías. No te vas a arrepentir.
Dominic se recuesta en su sillón de cuero, el movimiento lento y deliberado, como un depredador que sabe que tiene todo el tiempo del mundo. Su presencia llena la habitación, no solo por su tamaño, sino por la manera en que parece absorber el aire a su alrededor. Dominic Russo parece tallado para intimidar: alto, con hombros anchos y la musculatura de alguien que sabe perfectamente cómo usar la fuerza que posee. El tatuaje que serpentea por su brazo derecho —un intrincado diseño de líneas y símbolos que desaparecen bajo la manga enrollada— parece moverse con cada flexión de sus músculos, como si tuviera vida propia. Todo en él grita control, poder y una advertencia silenciosa: no juegues con él a menos que estés dispuesta a perder.
Y yo llevo perdiendo desde que acepté trabajar para él hace dos años.
—Voy a volver al trabajo —anuncio con resignación—. Lidiar contigo se me está haciendo de lo más cotidiano a estas alturas.
Me sorprende poder hablarle de esta forma. Dominic no deja que le falten al respeto, no deja que nadie se crea mejor que él. Creo que no mucha gente lo intenta porque detrás del hombre de negocios, se esconde el hombre de las sombras: el que maneja la ciudad, el que amenaza con armas si es necesario, el que se ha levantado a cambio de favores y estafas.
Y yo, de alguna manera, me he convertido en la persona que conoce cada uno de sus movimientos, cada secreto que no debería saber. Eso nos ha acercado tanto que ahora estoy atrapada.
—En el fondo disfrutas de esto, de lo contrario, habrías dejado de intentarlo desde el primer día. Es inútil, Olivia, estás atrapada conmigo.
—Literalmente. Qué suplicio. En otra vida habré sido malísima persona. La Yoko Ono de algo importante.
Pocas veces escucho a Dominic reírse, por no decir que nunca. Suele ser un hombre serio con la sonrisa torcida que sólo avisa de problemas.
—Pídeme otra botella de whisky —me pide, mientras la risa se le apaga—. O mejor, dile a la de la cafetería que suba con ella. El whisky con una mujer sabe mejor.
—Qué romántico —murmuro, abriendo la puerta de madera que pesa tanto que siempre me cuesta empujarla.
—No quiero ser romántico, busco que me la chupe, no casarme con ella. Hazlo, llámala.
La puerta se cierra detrás de mí con un ruido sordo. Sólo es cuestión de levantar el teléfono de mi escritorio para que la chica aparezca con una sonrisa nerviosa por las puertas del ascensor. No tendrá más de veintitrés años, rubia, con unos tacones de aguja que deben matarla todas las horas que pasa atendiendo en la cafetería de la empresa. Pero siempre dispuesta a ser otra más.
—Hola, Olivia —me saluda, tan tímida que parece mentira que veinte minutos después salga con la ropa revuelta, el pelo echo un desastre y casi llorando.
Sé que Dominic no las trata bien. Que las usa, que no las espera. Aunque para ser justos nunca las hace ilusiones y ellas siempre vuelven.
Cojo pañuelos que tengo preparados en mi cajón.
—Toma —le digo, dándole un paquete entero—. Deberías pasar por el baño antes de volver al trabajo.
—Gracias.
Trabajar para Dominic no es malo del todo, tengo un buen sueldo, un buen horario, y tantas tareas que hacer que el tiempo se me pasa volando. Pero situaciones como esta son súper incómodas, demasiado frecuentes, y cada vez me da más miedo estarme metiendo en algo que me ponga en peligro.







