Mundo ficciónIniciar sesiónEl bosque se extendía como un laberinto infinito de árboles altos y ramas secas que crujían bajo cada paso.
El aire olía a tierra húmeda, a miedo.
Denisse caminaba con el corazón golpeándole el pecho. Llevaba la mano de Fred, que avanzaba en silencio, con los ojos grandes y el rostro manchado de lágrimas secas. Cada sonido la hacía girar: el murmullo del viento, el crujir de una rama, el eco lejano de un motor. No sabía si los hombres los seguían o si solo era su imaginación, pero no se detuvo. No podía.
El sol comenzaba a hundirse entre los árboles, tiñendo el cielo de un naranja sucio.
—¿Falta mucho? —preguntó el niño con un hilo de voz.
Denisse apretó su pequeña mano.
—No, cariño. Solo un poco más.
No tenía idea de adónde iban, pero no podía decirle eso. Necesitaba mantenerlo tranquilo, al menos hasta encontrar un camino o alguna señal de civilización.
Cada paso era una mezcla de dolor y determinación. La cabeza le palpitaba, el labio inferior le sangraba un poco, y aun así no soltó al niño. Había aprendido, a la fuerza, que cuando uno se queda sin nada, solo queda aferrarse a lo correcto.
Y en ese momento, lo correcto era mantener a salvo a ese pequeño. Un crujido a su derecha la hizo girar en seco.
Entre los arbustos, algo se movía. Denisse contuvo la respiración, protegiendo a Fred detrás de ella.
Un conejo salió disparado entre las hojas. Fred soltó una risita nerviosa.
—Pensé que era uno de los malos.
—Yo también. —Denisse sonrió débilmente—. Pero no. Parece que solo somos nosotros.
Caminaron un rato más hasta que el terreno comenzó a descender. Al fondo, un brillo débil anunció la presencia de agua.
—Mira —dijo Denisse—. Un río.
Corrieron hasta la orilla. Era angosto, pero el agua corría con fuerza. Denisse se agachó y bebió un poco con las manos temblorosas. El sabor a tierra no le importó.
Fred hizo lo mismo, imitando sus movimientos.
—Tengo hambre —murmuró después.
—Yo también. Pero primero hay que salir del bosque, ¿de acuerdo? —le dijo ella, limpiándole la cara con la manga.
Fred asintió y se aferró a su brazo. El cielo se oscurecía más rápido de lo que esperaba.
—Vamos a buscar un sitio para descansar un rato —dijo Denisse, mirando alrededor.
Encontraron una pequeña zona cubierta, con raíces gruesas y hojas secas. No era cómodo, pero serviría. Se sentaron juntos. Fred apoyó la cabeza en su regazo y, sin darse cuenta, se quedó dormido.
Denisse lo observó en silencio. Tenía las pestañas largas, los rizos dorados, y una inocencia que dolía. Pensó en su propia infancia, en la niña que solía ser antes de que la vida se volviera tan complicada.
—Prometo que te llevaré a casa, Fred —susurró—. Lo prometo.
Cerró los ojos unos segundos, dejando que el cansancio la venciera.
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Al otro lado del país, las luces de la ciudad titilaban como un enjambre de luciérnagas.
En un edificio de cristal y acero, Noah Winchester hablaba por teléfono, caminando de un lado a otro como una fiera enjaulada.
—Quiero actualizaciones, Brandon —ordenó con voz baja pero peligrosa—. No me interesa si tienen que movilizar a la policía estatal o al ejército. Encuentren a mi sobrino.
—Señor, ya tenemos el video del peaje. El vehículo pasó hace tres horas por la autopista 17. Después, lo perdimos en una zona rural —explicó su asistente al otro lado de la línea.
—¿Y la mujer?
—Sigue siendo desconocida. No hay registros, no hay identificación. Pero el rostro ya está circulando entre los agentes.
Noah apretó los puños.
—Cuando la encuentren, quiero que me avisen antes de hacer nada.
Colgó y apoyó las manos en el escritorio. Las luces de la ciudad se reflejaban en los ventanales, distorsionadas por su propio reflejo.
No era un hombre que perdiera el control fácilmente. Había pasado su vida construyendo un imperio precisamente para evitar el caos. Y ahora, por culpa de una mujer que nadie conocía, su sobrino estaba desaparecido.
La puerta se abrió sin que tocara. Su madre, elegante como siempre, entró con el rostro tenso.
—¿Noticias?
—Nada aún.
—¿Y quién es ella?
Noah levantó la mirada.
—Nadie lo sabe. Pero la policía cree que es una cómplice.
—¿Una cómplice? —repitió la mujer con incredulidad—. ¿De qué clase de persona estás hablando?
Noah miró la fotografía en la mesa.
—De alguien que cometió el peor error de su vida.
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El amanecer llegó pálido y frío. Denisse abrió los ojos cuando el primer rayo de luz se filtró entre las ramas. Fred aún dormía, abrazado a su abrigo.
El cuerpo le dolía por completo, pero no podía quedarse quieta. Necesitaba moverse, encontrar ayuda, algo.
—Fred, cariño, despierta —murmuró suavemente.
El niño abrió los ojos con dificultad.
—¿Ya estamos en casa?
—Todavía no, pero falta menos.
El pequeño asintió y se incorporó con un bostezo. Denisse lo ayudó a ponerse de pie y continuaron caminando.
El bosque comenzaba a clarear. A lo lejos, el sonido de un motor hizo que su corazón diera un salto. Se escondió detrás de un tronco, cubriendo al niño con su cuerpo.
Una camioneta pasó lentamente por un sendero improvisado. Denisse no pudo distinguir si eran los secuestradores o alguien más. Esperó hasta que el sonido se perdió y entonces salió del escondite.
—Tenemos que seguir ese camino —dijo—. Seguro nos lleva a una carretera.
Fred asintió con una confianza que la desarmó. Era increíble cómo los niños podían creer incluso cuando los adultos habían dejado de hacerlo.
Caminaron un par de kilómetros hasta que el bosque se abrió y apareció una carretera estrecha. Denisse levantó la vista y vio, a lo lejos, un edificio con un cartel oxidado: “Taller mecánico Moon”.
—Mira, Fred, vamos por allá. Tal vez puedan ayudarnos.
El niño sonrió por primera vez.
—¿Y si tienen comida?
Denisse rió suavemente.
—Entonces será el mejor lugar del mundo.
Cruzaron con cuidado y llegaron hasta el taller. Las puertas estaban entreabiertas, y el olor a gasolina se mezclaba con el de aceite quemado.
—¿Hola? —llamó Denisse—. ¿Hay alguien aquí?
Un hombre mayor salió de debajo de un vehículo, limpiándose las manos con un trapo.
—¿Sí? ¿Qué se les ofrece?
Denisse vaciló. No podía contarle todo, pero necesitaba ayuda.
—Nos perdimos en el bosque. ¿Podría prestarnos un teléfono para hacer una llamada?
El hombre los observó de arriba abajo, notando sus ropas sucias y el rostro cansado de ambos.
—Claro, ahí dentro —dijo, señalando una pequeña oficina al fondo.
—Gracias —respondió Denisse aliviada.
Entró con Fred y tomó el teléfono de línea. Marcó el número de emergencias, pero la línea estaba ocupada.
Suspiró y probó de nuevo. Nada.
—Parece que no hay señal —dijo el hombre desde la puerta—. Esas líneas van y vienen.
—¿Sabe si hay algún pueblo cerca? —preguntó Denisse.
—A unos tres kilómetros. Sigan por la carretera y llegarán al centro.
Denisse agradeció de nuevo y tomó de la mano a Fred.
—Vamos. Ya casi llegamos, campeón.
Salieron a la carretera. El viento les azotaba la cara, pero la idea de estar más cerca de un teléfono funcional la llenaba de esperanza.
A medio camino, sin embargo, un par de autos negros aparecieron por la curva. Frenaron con brusquedad. Denisse se detuvo, el corazón a mil.
Hombres vestidos de traje salieron de los vehículos. Uno de ellos levantó una insignia.
—¡Policía! ¡No se muevan!
Fred se aferró a su abrigo.
—¿Qué pasa, Denisse?
Ella no respondió. No entendía qué ocurría.
—Soy Denisse White —dijo con voz temblorosa—. Fui secuestrada junto con este niño.
El oficial se acercó lentamente, con el arma desenfundada.
—Señorita White, por favor, suelte al menor y levante las manos.
—¿Qué? No, espere, yo… —intentó explicar, pero la interrumpieron.
—Hágalo ahora.
El miedo la paralizó. No podía creerlo. Todo indicaba que la policía pensaba que era la responsable.
Fred gritó cuando la separaron de él.
—¡Ella no es mala! ¡Ella me salvó!
Pero los oficiales no escucharon. Uno de ellos la tomó del brazo, colocándole las esposas con brusquedad. Denisse sintió un vacío en el pecho.
—Tiene derecho a guardar silencio —dijo el oficial mecánicamente—. Cualquier cosa que diga podrá ser usada en su contra.
—¡No! ¡Por favor, escúchenme! ¡Yo intenté ayudarlo!
El niño lloraba, intentando zafarse.
—¡Tío Noah! —gritó, al ver que uno de los hombres salía de otro automóvil.
Denisse alzó la mirada. Y ahí estaba. Un hombre alto, de traje oscuro, con el ceño fruncido y los ojos más fríos que había visto en su vida. Su sola presencia imponía silencio.
—¿Fred? —preguntó, con la voz contenida, y el niño corrió hacia él.
Noah Winchester se agachó para abrazarlo, cerrando los ojos con un alivio que apenas duró un segundo. Luego miró a Denisse.
—¿Usted? —preguntó con incredulidad.
Ella intentó hablar.
—Yo no…
—Llévensela —ordenó con tono seco.
—¡No! —gritó Fred—. ¡Ella me salvó!
Noah lo miró, confundido.
—¿Qué dices?
—Ella me ayudó a escapar. Los hombres malos nos querían llevar.
El silencio fue inmediato. Los oficiales se miraron entre sí. Noah también. Denisse aprovechó el momento para respirar hondo.
—Eso es lo que he intentado decir. Yo no fui parte de ellos. Solo estaba caminando cuando vi que lo secuestraban. Intenté ayudar y me llevaron con él.
Noah la observó sin parpadear. Había algo en sus ojos que no lograba descifrar. Desconfianza, sí, pero también algo más: una duda que lo corroía.
—Revísenlo todo —ordenó finalmente—. Si está diciendo la verdad, quiero saber quién diablos planeó esto.
Los agentes asintieron.
Fred, aún abrazado a su tío, la miró con tristeza.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó. Denisse sonrió débilmente.
—No lo sé, pequeño. Pero estaré bien.
El niño asintió, como si quisiera creerlo. Noah se incorporó y se acercó a ella. Su sombra la cubrió.
—Si realmente lo protegió, se lo agradeceré. Pero si está mintiendo… —su voz bajó un tono, peligroso—, juro que no habrá lugar donde pueda esconderse.
Denisse sostuvo su mirada.
—No tengo por qué mentirle. ―Por un segundo, algo pareció quebrarse en el hielo de su expresión. Pero solo un segundo.
—Llévenla para declarar —ordenó.
Mientras la subían al vehículo, Denisse miró por la ventana trasera. Fred le hacía señas desde los brazos de su tío, sonriendo entre lágrimas.
Y aunque todo en su vida parecía desmoronarse una vez más, Denisse supo que había algo distinto en esa sonrisa.







