CAPÍTULO DOS

LILA

La oscuridad se sentía distinta cuando te aferrabas an ella.

La mía no estaba vacía: era densa, abarrotada y palpitaba con cada emoción que tanto me había esforzado por no sentir en aquellos últimos segundos. La rabia se enroscaba como humo en los bordes. El amargor me aplastaba el pecho, un amargor nacido de la traición. Pero, aun así, en medio de todo aquello, me sorprendí incapaz de soltar un solo pensamiento: me sorprendí tendiendo la mano hacia el único hombre al que había amado en mi vida… Lucien.

.***********

La oscuridad tembló, se estiró hasta volviéndose fina como un velo a punto de rasgarse…

Y entonces algo me arrastró hacia arriba.

Un sonido atravesó aquella oscuridad insoportable y, de pronto, una chispa de luz empezó a trepar.

El pitido incesante llenó mis oídos.

Un dolor sordo y palpitante me atravesaba el cráneo, un latido pesado que florecía detrás de mis ojos. El aire era demasiado frío, demasiado cortante al llenarme los pulmones.

Mis dedos se movieron contra algo suave: sábanas. Todo mi cuerpo parecía haber sido aplastado contra una piedra. Cubierta por una pesadez y una debilidad insoportables, mi carne no respondía. Los párpados me peleaban mientras intentaba abrirlos.

¿Dónde… dónde estaba?

Una forma blanca flotaba sobre mí, brillando débilmente a través de mi visión borrosa. Entrecerré los ojos, pero todo volvió a inclinarse y la forma se acercó más.

«¿Ya estoy… en el cielo?», pensé, porque, la verdad, aquella figura tenía ese resplandor angelical difuso y mi cerebro parecía huevos revueltos pasados de cocción.

Parpadeé varias veces y el resplandor se agudizó. Un rostro humano sobresaltado, unos ojos que me miraban con asombro a través de unas gafas.

—Está despierta —dijo en voz alta, demasiado alta para mi frágil cabeza.

Ah.

No era un ángel. Era un médico.

La habitación estalló de pronto en movimiento. Pasos que corrían, metal que chocaba, manos que llegaban desde todas partes. Las enfermeras se agolparon alrededor de mi cama; sus susurros de sorpresa se mezclaban con el pitido implacable que empeoraba mi dolor de cabeza.

Mi pecho subía y bajaba más rápido a medida que la realidad se hundía en mí.

Un hospital.

Estaba en un hospital.

Había sobrevivido.

De algún modo… realmente había sobrevivido a aquella caída.

Abrí la boca, pero no salió ningún sonido. Estaba demasiado aturdida, demasiado abrumada, demasiado consciente de cada dolor que recorría mi cuerpo.

El médico me miraba como si estuviera presenciando algo imposible, que técnicamente era cierto. Las gafas se le deslizaron por la nariz mientras se inclinaba más, con los ojos muy abiertos.

—Es un milagro —murmuró.

¿Un milagro?

Ojalá yo supiera qué demonios estaba pasando.

El pitido se aceleró cuando obligué a mis brazos a moverse. Todo en mí se sentía rígido, extraño, lento, pero empujé de todos modos y me incorporé arrastrándome.

—Por favor, no… —advirtió el médico, extendiendo las manos a medias hacia mí.

—Estoy bien —mentí apretando los dientes. No estaba bien. Sentía la cabeza como si alguien hubiera metido una batidora dentro y le hubiera dado al botón de máxima potencia. Pero estar tumbada me hacía sentir atrapada, y ya había pasado demasiado tiempo atrapada en la oscuridad, en la traición, en la incredulidad de ver cómo toda mi vida se hacía añicos.

Una enfermera soltó un jadeo. —Voy a buscar a tu hermana ahora mismo —dijo, y antes de que pudiera decirle que ni se le ocurriera, salió disparada de la habitación.

Hermana.

La palabra me golpeó como otro empujón desde un balcón.

Apreté la mandíbula hasta que dolió. —No traigáis a esa zorra ni loca cerca de mí —escupí, cada sílaba con sabor amargo.

El médico me miró parpadeando, claramente confundido. —¿Señorita Elena, a qué se refiere con…?

¿Elena?

Pero no tuve tiempo de procesarlo porque la enfermera irrumpió de nuevo en la habitación, sin aliento, con una chica detrás.

Y no era Sharon.

Esta chica era más joven. Más suave. Guapa de una forma silenciosa. Tenía unos ojos grandes y castaños que se abrieron como platos en cuanto me vio.

—¡Elena! —gritó.

Me quedé helada.

Antes de que pudiera apartarme, corrió hacia mí y me rodeó con los brazos, apretando mis costillas doloridas.

—No me puedo creer que estés viva —susurró contra mi hombro—. Ya he llamado a mamá y a papá, están de camino. Dios mío, Elena, pensé que te habíamos perdido.

Elena.

Seguía llamándome Elena. Todo pasaba tan rápido que me costaba seguir el ritmo, siquiera distinguir un acontecimiento del siguiente.

Lentamente, mis brazos se alzaron como si pertenecieran a otra persona. Mis dedos rozaron la espalda de la chica y fue entonces cuando lo noté.

Mis manos.

Eran más pequeñas. Más finas. Las uñas estaban pintadas de un rosa pálido que no recordaba haber elegido.

El pánico me atravesó mientras las miraba fijamente.

Estas no eran mis manos.

Este no era mi cuerpo.

Inspiré temblando; el corazón me latía tan fuerte que ahogaba las máquinas.

La chica se apartó, con lágrimas en los ojos, totalmente ajena al hecho de que su «Elena» la miraba como si hubiera caído en la pesadilla de otra persona.

El médico se acercó a mi lado. —Señorita Elena, por favor, no se esfuerce…

Señorita Elena.

No Lila.

No yo.

La garganta se me cerró mientras la realidad me caía encima de golpe.

Había muerto.

Y sin embargo… estaba aquí. Despierta y respirando. Viviendo dentro de la piel de otra persona.

En la vida de otra persona.

En la familia de otra persona que, por lo visto, ya venía de camino.

La vista se me volvió a nublar, esta vez no por debilidad, sino por algo distinto.

Miedo, shock y algo más oscuro se enroscó muy dentro de mí.

Ya no era Lila.

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP