El avión vibró suavemente, anunciando el inicio del descenso. Ana apoyó la frente en el frío cristal de la ventanilla, observando el despliegue infinito del mar Caribe bajo ella. El turquesa líquido parecía susurrar promesas que iban más allá del calor sofocante: una ilusión de olvido, quizás.
Cerró los ojos brevemente. La presión del cinturón de seguridad contra su vientre se confundía con la opresión familiar que anidaba en su pecho desde hacía incontables meses. Dejar atrás la grisura metódica de Florencia, sus fantasmas callados que se movían entre las sombras de los recuerdos, se sentía casi como una deserción. Sin embargo, una chispa diminuta, terca y resiliente, aún latía en su interior, anhelando la simpleza de vivir, de respirar sin el peso constante.
Quizá no olvidar, pensó, pero al menos… sobrevivir.
Una suave presión en su mano la devolvió al presente. Laura la miraba con una comprensión silenciosa.
—Ya casi llegamos —murmuró con dulzura.
Ana solo pudo asentir. Su voz se se