Hugo no podía dejar de mirar. La pequeña seguía allí, sentada en la arena, con los rizos alborotados por la brisa y las mejillas salpicadas de sol. Tenía los mismos ojos grandes que lo habían perseguido en sueños durante años, y la misma manera de fruncir el ceño cuando pensaba con seriedad. A su lado, el niño dibujaba figuras en la arena con una rama. Sus movimientos le resultaban extrañamente familiares: la forma en que torcía la boca, cómo fruncía los dedos del pie mientras pensaba. Hugo sintió que el corazón le retumbaba como un tambor desbocado.
No, no podía ser.
Y sin embargo… lo era.
Bernardo alzó la vista y lo miró. Durante un instante eterno, ninguno de los dos se movió. Luego, el niño se levantó con lentitud, como si su cuerpecito supiera que estaba a punto de cruzar un umbral invisible. Caminó hacia él sin hablar, con pasos firmes pero cautelosos.
—¿Tú eres Hugo? —preguntó, al llegar frente a él.
Hugo tragó saliva. No podía responder. Las palabras se le habían atorado en la