El sol comenzaba su lento descenso, pincelando el cielo con pinceladas suaves de naranja cálido y coral delicado. El mar, antes inquieto, parecía exhalar un suspiro de calma, sus olas lamiendo la orilla con una suavidad casi reverente, despidiéndose también del día. Hugo caminaba descalzo junto a Chiara y Bernardo por la arena húmeda y fresca, dejando tras de sí un rastro de huellas desiguales, pequeñas y grandes danzando juntas. La brisa marina les acariciaba el rostro, cargada con el aroma salino y la promesa de la noche.Los niños, con la energía inagotable del atardecer, parloteaban sin cesar. —¡Mira, papá! ¡Un cangrejito! —exclamó Chiara, su voz aguda llena de asombro mientras se agachaba con una emoción palpable.Bernardo, con los ojos entrecerrados como un pequeño explorador, comentó con curiosidad—: Ese parece que camina de lado. ¿Tú sabes caminar así?Una sonrisa iluminó el rostro de Hugo. Sin decir palabra, comenzó a imitar al cangrejo, moviéndose lateralmente con pasos exag
Ana estaba doblando cuidadosamente dos pequeñas camisetas con dibujos de tiburones cuando escuchó la puerta cerrarse con brusquedad. Ni siquiera tuvo que girarse para saber que Alexandre estaba de mal humor. Lo conocía demasiado bien.—Ya me enteré de todo —dijo él desde la entrada, sin rodeos—. ¿Así de fácil te los roban? ¿En qué estabas pensando?Ana suspiró, sin perder la calma.—No los robaron. Fue un error. Eugenia los confundió con sus otros nietos. Cuando se dio cuenta, ya estaban con Hugo. Fue una coincidencia.—¡Qué conveniente! —espetó Alexandre, avanzando hacia ella—. ¿Y tú qué hiciste? ¿Le sonreíste desde lejos mientras los abrazaba como si nada?—No voy a discutir esto contigo —dijo Ana, girándose con frialdad—. Los niños están bien. Y no quiero que los escuches hablar así de su padre. Ni tú, ni nadie.—¿Su padre? ¿Ese tipo que desapareció cinco años y ahora aparece como si nada?Ana lo miró, firme.—Sí. Su padre. El mismo al que yo no busqué porque respeté su decisión. P
El cielo se desdibujaba en una paleta de malvas y naranjas suaves, como si el sol, complaciente, demorara su adiós para seguir disfrutando de las risas que brotaban a su alrededor. Hugo caminaba de la mano de Chiara y Bernardo por el sendero iluminado con farolitos cálidos, un camino de luces tenues que los guiaba hacia la bulliciosa feria del resort. El aire vibraba con la alegría contagiosa de otras familias, la cadencia rítmica de la música caribeña y el aroma embriagador y dulce del algodón de azúcar, envolviéndolo en una atmósfera onírica, un sueño al que había renunciado hacía tanto tiempo que casi lo había olvidado.—¡Papá, corre! —chilló Chiara, su manita tirando de la suya con una energía desbordante, sus ojos brillantes como pequeñas estrellas.Bernardo, con una seriedad infantil que contrastaba con la excitación del ambiente, observaba cada juego con una concentración intensa, como si estuviera descifrando un código secreto para conquistar cada atracción. —Quiero subirme a
La luz, con la timidez de un recién llegado, se colaba entre las cortinas del bungalow, pintando líneas doradas sobre las sábanas revueltas, testigos silenciosos de una noche compartida. Hugo abrió los ojos con una lentitud dulce, el cerebro aún envuelto en la bruma del sueño, hasta que sintió un peso cálido y familiar sobre su brazo. Chiara dormía profundamente, su pequeño cuerpo pegado a su pecho, su respiración apenas un susurro contra su piel. A sus pies, Bernardo yacía atravesado, una pierna colgando despreocupadamente del colchón, su pequeño puño aferrado al peluche de dinosaurio, su guardián de felpa.Era temprano, el silencio solo interrumpido por el lejano murmullo del mar, pero para Hugo, ese instante poseía una perfección frágil, una promesa silenciosa que temía romper con el más mínimo movimiento.Observó a sus hijos —sus hijos, la posesión grabándosele por primera vez en el alma— dormir con esa paz profunda e inconsciente que solo conocen los niños cuando se sienten amado
Ana salió del restaurante con el corazón latiendo a un ritmo pausado, como un tambor cansado, pero con una oleada de emociones encontradas que la agitaban por dentro. La conversación con Don Humberto había removido capas de su alma que creía dormidas, dejando al descubierto fibras sensibles y recuerdos latentes. El cielo era ahora de un azul nítido, casi hiriente, y el sol se filtraba entre el encaje de las hojas de palma como si quisiera iluminar con crueldad cada rincón oscuro de su incertidumbre. Caminó por el sendero principal, sus pasos lentos y vacilantes, dejándose llevar por la inercia, buscando un equilibrio precario entre la esperanza que Don Humberto había sembrado y la cautela arraigada en su experiencia. Entonces, una punzada en el pecho la detuvo en seco. Los vio.Chiara, su niña de risa fácil, perseguía a Bernardo entre las hamacas del área familiar del resort, sus voces agudas y alegres resonando en el aire cálido y perfumado con el dulce aroma de las flores tropicales
El cielo se encendía en pinceladas coralinas justo cuando Ana abrió la puerta de su habitación, un remanso de calma que contrastaba con la energía desbordante que pronto la invadiría. En efecto, Chiara irrumpió como un torbellino alegre, su sonrisa un faro brillante salpicado de residuos azucarados que se adherían a la tela de su vestido como diminutos cristales blancos. Detrás de ella, Bernardo flotaba con una placidez infantil, sus piececitos impulsándolo directamente a los brazos de su madre, la reciente euforia del parque de diversiones aún vibrando en sus pequeñas manos.—¡Mamá! ¡Fuimos a todos los juegos! —exclamó Chiara, sus giros dibujando círculos invisibles en el aire—. Y papá… ¡papá nos compró un globo que tiene luces adentro! ¡Mira, mira!—Y yo… —la voz de Bernardo era un susurro cargado de orgullo— tiré aros y le gané al señor un peluche gigante. —Sus ojos se abrieron aún más al recordar la hazaña—. Papá me ayudó a apuntar.Ana los estrechó contra su cuerpo, un abrazo dob
La luz tenue de la terraza apenas dibujaba las formas en la habitación. Afuera, el mar respiraba lento, un murmullo constante que sonaba como el eco de un reloj antiguo, llenando el silencio con una presencia casi palpable. Ana se movía inquieta bajo las sábanas. El calor se sentía como una capa pegajosa, y la humedad en el aire no era del clima, sino de esa tensión que la oprimía, de la extraña sensación de vacío. Él estaba ahí, a unos metros. No era dolor exactamente lo que sentía... era una quemazón sorda.Desde su lado, alcanzaba a ver los bultitos de Chiara y Bernardo, enredados en las mantas como cachorritos dormidos. Las sábanas apenas los cubrían, dejando ver sus bracitos extendidos, el pelo revuelto y esa paz dulce que solo los niños tienen. Con una lentitud casi reverente, Ana estiró la mano y rozó el pelo suave de Chiara. Era una caricia cargada de una ternura que sabía más a recuerdo que a sueño. La niña gorjeó algo ininteligible, acurrucándose más a su hermano, como si in
El sol aún no había desperezado la totalidad del resort. Las sombras largas y caprichosas de las palmeras se deslizaban sobre los senderos de piedra, danzando al ritmo de la brisa leve que venía del mar. Hugo atravesaba aquel cuadro matutino, pero era ajeno a su quieta belleza. El celular pegado a su oreja parecía fusionarse con su mano temblorosa, mientras cada paso apurado resonaba como un tamborileo inquieto sobre las piedras, cálidas tras el descanso nocturno.El aroma a sal y humedad, mezclado con rastros de protector solar aún presentes en el aire, era absorbido sin atención por su mente absorta. Solo registraba la urgencia que le martilleaba el pecho, como si su corazón estuviera tratando de escapar. El sudor comenzaba a acumularse en su nuca, no por el calor, sino por una ansiedad que lo acompañaba como una sombra persistente. Hugo necesitaba escuchar esas voces. Las voces de Javier y Luciana, testigos involuntarios de un pasado que se antojaba borroso y cruel, pero que ahora