El viaje a Santiago prometía sorpresas para ambos. Cada uno debía planear una actividad para el otro sin revelar detalles. El juego estaba en adivinar gustos, pasiones o hobbies del otro, aunque apenas se conocían. La incertidumbre le añadía una chispa de emoción… y de miedo.
Hugo fue el primero en elegir. Aprovechando que la noche anterior Ana había dejado entrever su fascinación por la arquitectura y el arte, la llevó al Museo Diego Velázquez, una de las casas coloniales más antiguas de Latinoamérica. La fachada de piedra, teñida por siglos de sol y sal, los recibió con un aire detenido en el tiempo. Dentro, las maderas crujían bajo sus pasos, y el olor a historia flotaba en el ambiente, denso como incienso.
Ana se dejaba envolver por cada rincón, acariciando con la mirada los techos de vigas oscuras, los muebles tallados, los objetos cargados de siglos. Su entusiasmo era contagioso; Hugo la observaba más que a las piezas del museo. Caminaban abrazados, se besaban entre salas, tomaba