El hedor era insoportable. El Palacio de Saint James, en el corazón de Londres, había sido una joya arquitectónica durante el reinado del padre de Leopoldo. Pero ahora, bajo su mando, se había convertido en una guarida decadente, infestada de perfume barato, licores fermentados y carne sudada. Las paredes de terciopelo estaban manchadas de vino, sudor y pecado. La corte no dormía. Solo se revolcaba.
En el centro del salón principal, bajo un candelabro de oro ennegrecido por el hollín de mil velas, el rey Leopoldo Thorne Ashcombe, ataviado con una túnica carmesí abierta hasta la cintura, su miembro de Teo de la boca de una bailarina húngara le daba placer la mujer con rostro lleno de asco por la pestilencia pero era eso o su cabeza.
Los ojos, hundidos y desquiciados del rey, iban de un cuerpo desnudo a otro como si fuesen piezas de ajedrez sobre su tablero.
—¡Ja! ¡El pontífice cree que podrá jugar con Inglaterra como si fuéramos Roma! —bramó, derramando vino sobre su propio pecho vellu