En las profundidades del Castillo de Londres, donde las paredes antiguas aún guardaban secretos de siglos, la madrugada fue quebrada por el eco de un alarido desgarrador. En una cámara alfombrada con tapices púrpura y columnas negras de mármol, la amante del rey, Lady Geneviève, se debatía entre la vida y la muerte al dar a luz. Su llanto se mezclaba con el llanto aún más primitivo de algo que deseaba nacer, no sólo en su vientre, sino en la oscuridad de la misma tierra.
A unas puertas de distancia, dentro de la cámara del rey, la escena era otra. El fuego ardía lento en la chimenea y el incienso pesado llenaba el aire con aromas de mirra y sangre seca. Leopoldo Thorne, desnudo, recostado sobre un diván de terciopelo carmesí, sostenía entre sus dedos una copa de oro. A su lado, Lord Mycroft Sinclair, duque de Greystone y emisario de la Orden del Péndulo Carmesí, besaba con pasión al rey mientras tocaban sus cuerpos sedientos.
—¿La escuchas, mi rey? —susurró Mycroft, acercándose por de