La tierra ya cubría el cuerpo de Lírien. Una cruz de madera sin tallar marcaba el sitio donde yacía su inocencia arrancada. Eira no podía dejar de llorar; el dolor era un manto pesado que le oprimía el pecho. A su alrededor, algunas de las hermanas lloraban en silencio, otras dejaban escapar lamentos ahogados. Incluso la pequeña bebé que había sido abandonada apenas unas semanas antes lloraba con una insistencia desconsolada.
Eira se acercó a la hermana que la sostenía.
—Déjamela un momento —susurró con voz quebrada.
La hermana asintió. Eira tomó a la bebé entre sus brazos y comenzó a cantarle la misma canción que una vez le había susurrado a Lírien bajo la luna, en los primeros días de su llegada.
—“Duerme, niña de luz, la noche es solo un velo…”
“Duerme, flor de abril, tus alas crecerán…”
Poco a poco, la criatura se fue quedando dormida, su llanto silenciado por la ternura de aquella melodía. Una paz falsa envolvía la escena, pero todos sabían que algo se había quebrado para siempre