44. Confesiones y mentiras

Hariella regresó a su enorme mansión y recompuso su semblante a uno serio, como si no hubiera pasado nada. Se mantuvo calmada y serena para saludar a sus dos preciosos hijos y para atender a las empleadas. Pero en la noche, luego de dormir a sus mellizos y estando sola en la intimidad de su cuarto, soltó a llorar de manera desconsolada. Las blancas mejillas de su precioso rostro angelical, se bañaban con el llanto que le provocaba recordar aquel momento con el hombre que amaba. Agarró la rosa amarilla eterna, que estaba en la mesita de noche, y la pegó en su seno, abrazándola con cariño. La flor se mantenía de la misma forma que hace cuatro años, tan linda e inmarcesible, como el amor de Hermes y Hariella.

Hariella no había conocido lo que era el lloro colmado de dolor ni en su niñez, ni en su juventud, sino ahora de adulta, solo después de enamorarse de Hermes. El amor era algo complicado; a veces la llenaba de felicidad y al día siguiente estaba destrozada por la tristeza. Sabía que
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