Un saludo cambia la vida de Arcángel, venezolano, y Alejandra, mexicana. El amor toca a sus puertas, pero la distancia es el mayor obstáculo. Pese a los miles de kilómetros de separación, logran mantener a flote una relación abierta. Sin embargo, un acontecimiento atroz, rodeado de misterio y eventos paranormales, cambiará la vida de ambos. El destino es un escritor impredecible.
Leer másSentados en la arena, admirábamos el ocaso. El sonido del mar calmaba mi alma, pero Alejandra con su voz, su dulce y tierna voz, desvanecía todos los males que me afligían. Me vio y en el pozo sin fondo de sus ojos percibí un leve destello de esperanza.
—Tenemos miedo, ¿sabes? —Agarró mi mano—. No quiero perderte, tú tampoco a mí. Sin embargo, la distancia es un cruel enemigo y el amor es un despiadado ilusionista.
Graznó una gaviota que surcaba el cielo despejado. Entrelacé mis dedos con los suyos, con el otro brazo ejercí fuerza en su vientre. No quería que se marchara. Ella regresaría a su hogar, a su tierra, a su nación. En consecuencia, miles de kilómetros nos volverían a separar y tendría que conformarme con el calor de una almohada y el cloroformo de la imaginación.
Escuchamos la canción del océano una vez más, sumidos en silencio. Ninguno quería decir o agregar algo. El sol se ocultaba a nuestras espaldas. Un islote se alcanzaba a ver en la distancia. Por breves minutos, que parecieron eternos, observé el islote. «Soledad, invades mi corazón antes de convertir los días en una condena», pensé. Como si leyera mi pensamiento, Alejandra reposó su cabeza en mi pecho.
—No es una despedida, Arcángel —susurró. Mi nombre expelido por las cuerdas benditas de su garganta me hacía sonrojar. Solo ella tenía ese don—. Estamos unidos por un vínculo.
—¿Recuerdas cuando me escribiste por primera vez? —Guardó silencio, le gustaba escucharme—. Cuando miré tu foto de perfil no podía creer que una chica tan guapa me escribiera.
—Dices estupideces, no soy como me ves, hay mejores chicas que yo —replicó, atisbé una pequeña sonrisa.
Con el dedo índice, levanté su mentón.
—De mis estupideces te enamoraste —sentencié.
Ahorramos palabras almacenadas en el corazón para expresarlas con el lenguaje de los besos. Mi lengua jugaba con la suya, el tacto de su piel suave era memorizado por mis dedos. Sus brazos rodearon mi cuello. Me adentré en el fuego de la pasión. Olvidamos el futuro y nos encapsulamos en el presente.
Cuando finalizó el beso, conectamos nuestros espejos del alma. Ella se reflejaba en mis lágrimas y yo en las suyas.
—¿Cuánto tiempo tendré que soportar tu ausencia? —Removí un mechón de su cabello negro que estaba pegado en la frente.
—No lo sé, porque ni tú ni yo sabemos cómo cambiará esto.
—¿A qué te refieres? —pregunté.
Ella suspiró.
—Nos tratamos como novios, parecemos novios, hacemos cosas de novios… ¡Vaya, ni por asomo dirían que somos amigos! —No me reí, seguí callado—. Pero, al final, eso somos: amigos. Tener una relación, ahora, sería como estar en un barco sin rumbo. Yo me iré, tú te quedas, cada uno regresa a sus nefastas realidades. Y la realidad más dura que debemos afrontar es esta, ¿entiendes?
Cerré los ojos y me dejé llevar por los segundos del presente. Es cierto, no éramos nada simbólico. Existía un compromiso afectivo, pero no era real. De manera que podía entregarme a cualquiera y ella también. Por más que nos pertenezcan los corazones del uno y del otro, no había límites. Deseaba establecer una línea en la frontera, porque ella era mía y yo de ella. Sin embargo, no podía, la m*****a distancia acabaría con la línea y, tarde o temprano, uno de los dos traspasaría lo que antes fue una frontera.
—Te amo, ¿vale? —dije al abrir los ojos y encontrarme con sus ojos—. Lo sabes muy bien, incluso mejor que yo. No me canso de demostrarlo. Parte de amar es aceptar la felicidad de la otra persona. Aceptarlo conlleva entender que no puedo hacerte feliz toda la vida. —Tragué saliva, tenía la garganta seca.
Quería tenerla a mi lado y no verla en brazos de un hombre que no sea yo. Alejandra, callada, acariciaba mi mano. El cielo se teñía de violeta y el mar oscurecía.
—El amor es libertad, no puedo aferrarte ni yo aferrarme —proseguí—. Mañana regresas a México y una pantalla nos dividirá por la noche. Será como despertar de un sueño.
—Mi niño bonito —dijo con firmeza y me miró—. Nadie me hará tan feliz como tú, pero no quiero aferrarme a esa idea. Si un día no nos vemos más por causas del destino, tendré que dejar ir tu recuerdo. —Tomó mis cachetes y me acercó a sus labios—. Pero eso es mentira, no me creas, jamás te dejaré ir a menos que tú desees irte.
—No quiero irme —añadí y la abracé sin dejar de estar cerca de sus labios.
—Una pantalla nos dividirá, la distancia nos alejará, pero nunca este amor cambiará —aseguró y esbozó una tenue sonrisa.
—Aprendiste a rimar, preciosa —comenté, atónito.
—¿Por qué te sorprendes? Soy la chica de un escritor, ¿no? De tanto leer los poemas que me dedicas, es normal que se escape una rima de mi corazón.
La besé con fruición mientras caía el manto nocturno y las estrellas aparecían. Cada instante fortalecía el vínculo.
***
El vínculo nació un apacible mes de enero, cuando apenas era un escritor desconocido, tan desconocido como el futuro que me deparaba en aquel entonces. Plasmaba relatos en Word y luego los publicaba en W*****d. Gracias a las pequeñas lecturas, conocí personas maravillosas. Aunque no cosechaba grandes números de lecturas, eran suficientes para motivarme. Sin embargo, mi ego reclamaba con urgencia que incrementaran las visitas, de modo que realicé un vídeo promocional. El vídeo, en sí, fue un éxito, pero el verdadero logro fue conocer a Alejandra. A partir de un simple «Hola», mi mundo cambió.
Nos conocimos mediante F******k. Conversábamos a menudo. Preguntaba sobre sus gustos, ella sobre los míos; luego cambiábamos de tema y discutíamos cualquier tontería que fuera importante para nosotros. Éramos amigos a distancia.
La intimidad se forjó con la confianza y los meses. Además, ocurrieron tristes acontecimientos que nos unieron aún más: ella perdió a su mejor amiga y yo sufría una severa depresión. Mientras nos hundíamos en el abismo, llorábamos abrazados en nuestros sueños. Ninguno se permitía estar solo. Con cicatrices de la niñez y heridas de la adolescencia, nos entendíamos, pues hablábamos el idioma del dolor.
Cuando abría los ojos en la fría alcoba, después de estallar en sollozos, veía su rostro en la videollamada. Ella, al despertar, tenía un mensaje de buenos días (me esmeraba para hacerla feliz de cualquier modo) el cual era un motivo para sonreír. Poco a poco, gracias a los mínimos detalles, la amistad transcendía a un género desconocido de relación humana. No teníamos noción sobre ese sentimiento llamado amor. De pronto yo salía con una chica y sin razón aparente ella manifestaba celos. Yo ardía de envidia cuando ella platicaba de sus citas. Anhelábamos estar juntos, en secreto, sin expresarlo. Los amores efímeros eran un reemplazo a la ausencia del verdadero amor. ¡Qué ingenuo fue creer que la amistad continuaría indefinidamente!
Los primeros síntomas de la enfermedad del enamoramiento surgieron de improviso. El amor es un soldado que dispara sin avisar, no da señales, tampoco se siente. Es como un francotirador que apunta al corazón de un comandante enemigo. Una noche, después de dos amargos desamores, di el paso de confesar lo que me carcomía. Entonces, ella correspondió mi amor, pero la distancia era el principal obstáculo. Dado a las circunstancias que impedían la cercanía, decidimos establecer una relación libre, aún con las consecuencias que eso supondría para el corazón. Sin embargo, no nos importaba. Nadie mejor que ella llegaría a mi vida.
Así conocí el motivo de mi existencia, por una red social y un vídeo promocional. Cuando caminaba y me invadía la melancolía, me bastaba saber que, al llegar al apartamento, ella me esperaba al otro lado de la pantalla. Hacíamos videollamada todas las noches hasta el amanecer. Al salir los rayos solares detrás de los edificios, presenciaba el alba y me despedía de ella. En cuestión de una semana me convertí en un mapache, dado a las ojeras, pero eso me importaba un comino. Me levantaba después del mediodía, pero eso no impedía que escribiera mis novelas. La inspiración fluía como un río y mis dedos, al escribir, parecían tocar un piano.
Dos años transcurrieron, cumplí veinticuatro años y ella veintiuno. Arribó a Venezuela, después de ahorrar tanto dinero como pudo, un sereno mes de julio. Dado a las buenas ventas de mis novelas en una editorial digital de Singapur, obtuve el dinero necesario para esperarla en el aeropuerto de Maiquetía y luego acompañarla al estado Nueva Esparta. Hicimos un viaje en avión a la isla Margarita. Cuando la vi a mi lado, me di cuenta que regresaba a casa con el amor de mi vida; con la pieza restante del rompecabezas de mi ser.
Un mes después de su llegada al país, debía irse porque las vacaciones de la Universidad iban a finalizar. Un día antes de su partida, la invité a la playa a ver el atardecer.
***
Era de noche y había terminado de hacer el amor con Alejandra. Dormíamos en mi apartamento. Me acosté en su pecho, respiraba como un niño pequeño. Temía al mañana, no quería que amaneciera. Hubiera querido paralizar el reloj y estar acostado entre sus senos, desnudo, sin nada que ocultar, para siempre. Pero ella al día siguiente debía regresar a México. Me dolía, me entristecía. ¡Cómo lastima no poder hacer algo cuando el destino está en tu contra! Cerré los ojos, pero no dormí. Me despertaba cada dos horas y la veía en el lado derecho de la cama, necesitaba asegurarme que seguía allí y no se había ido. Era un martirio ver la hora y saber que el tiempo inclemente seguía su marcha.
Cuando amaneció, eran las cinco, debíamos estar en el aeropuerto a las diez de la mañana.
La señora Rodríguez estacionó el auto en el estacionamiento exterior de la casa. El pórtico estaba decorado con adornos navideños, lo cual me permitió decir: —Vaya, aún siguen en navidad. —Me ha dado flojera quitar los adornos —respondió Oriana y vio los adornos con fastidio—. Quizás deba ponerme manos a la obra un día de estos, ya no estamos en navidad. —Quizás, pero a veces vence la flojera. En el jardín había un aspersor de agua que regaba las plantas, dibujaba una circunferencia y el rocío creaba un arcoíris. Uno que otro flamenco decorativo estaba enterrado en el pasto, que estaba bien podado. Los matorrales lucían cuidados y las flores exhibían su belleza. Paredes pintadas de amarillos crema, una mecedora bajo techo con un cojín para no malograr las nalgas y una mesita circular que parecía ser el apoyo de una futura bandeja con tazas de café. Había visto las sillas de plástico para los invitados. Parecía una representación barata de una casa de muñecas. La casa era espaciosa
Compré La trilogía de la niebla, de Carlos Ruíz Zafón. Como conocía los gustos de María, añadí una suscripción de Spotify con la lista de reproducción llena de canciones de BTS y One Ok Rock. Con los libros en mano, fui a un puesto donde pude envolver los libros con papel regalo.—Con esto bastará —dije y di una palmada al lomo de uno de los tres libros.Fui al supermercado. En la tarima que hay en una zona cercana a la parada de bus, una banda ofrecía un espectáculo modesto. Su música ni me atrapó ni me hechizó. Interpretaban una canción de Bon Jovi, pero la cantante soprano no ponía alma en la voz y estropeaba una estrofa tan maravillosa de Always. Una vez dentro del lugar, compré un envase de helado Tío Rico de oreo con vainilla.Sin más dilación, solicité un taxi cerca de la parada de aut
Después de ver el amanecer, me había ido a dormir con el profundo remordimiento de no haber hablado con Alejandra. Me vestí con una camisa blanca, holgada y un poco ancha. La tela era ligera, de modo que el calor no me afectaría tanto al usar la chaqueta azul con solapa vinotinto. Eran las doce del mediodía. Preparé una sopa instantánea con fideos, pasta larga, huevos, pollo y carne. Sabía muy bien, aunque la presentación del plato parecía el vómito de un duende. Luego de almorzar, que sería más bien el desayuno en hora de almuerzo, si es que se le puede llamar así, revisé las notificaciones de Telegram. Ella escribió un mensaje largo:Niño bonito, sé que te sientes solo. Perdóname por no estar atenta anoche, me ocupé con el proyecto de fin de curso y los muchachos de mi equipo no son muy atentos que digamos. Estoy cansada, créeme,
Me levanté en silencio y me puse un abrigo rojo con capucha. Para no llamar la atención de los sabuesos, preferí dejar mi rostro descubierto. Eran las ocho de la noche cuando miré el reloj de cocina. Bajé por las escaleras. Descender ocho plantas no me hacía ningún mal. Había dejado el teléfono encima del escritorio y solo llevaba conmigo, en los bolsillos, la tarjeta de débito y el carnet de identificación. Crucé el vestíbulo como si no quisiera ser visto por nadie, en realidad, ni quería ser visto por el portero.—Buenas noches —dijo el portero.—Buenas noches —murmuré.Seguí el camino de la calzada. Las luces de la calle me alumbraban y la vida nocturna se manifestaba en la música puesta en los grandes altavoces de las tiendas. Miré alrededor y una panadería estaba abierta. Pedí un croissant y caf&
Me acosté con el profesor de matemáticas. ¡Cuánta vergüenza! Me siento sucia y no soporto verme en el espejo. Tengo unos cuantos moretones en el cuerpo, pero es de mi novio, porque se ha puesto agresivo, le reclamé sobre su infidelidad. Una vez más, me silencian con golpes. Morados, heridas, cicatrices y odio acumulado. Despotrico contra mi persona. No puedo hacer nada al respecto, soy una debilucha y ellos me someten como un esclavo.Me encuentro en la habitación, escribiendo en estas páginas. Escribiré lo que nadie nunca leerá y sabrá de mí, pero me conformo con llorar y descargar mi sufrimiento. Estoy llorando, pero eso a nadie le importa, porque lo oculto, hago lo posible para no ser una carga para otros.¿Cómo terminé chantajeada y abusada por un depredador sexual con rol de profesor? Los psicópatas tienen la capacidad de ver las deficiencias de la v
Un día antes del cumpleaños de María, ella me invitó a salir a un centro comercial. Fuimos a La vela, pero sabía que atrás estaba la playa Bayside. Tenía la noción de ir allá, ya que a María le gustaba ese sitio, igual que a mí, porque allí Alejandra y yo estuvimos juntos. Había ahorrado dinero suficiente para comprar un regalo de cumpleaños, pero como yo era su sorpresa, decidí no ir a la librería a comprar La trilogía de la niebla, de Carlos Ruiz Zafón, sino al día siguiente para así empacar el regalo y dárselo ese mismo día como si fuera pan recién salido del horno. No sé por qué, pero me gusta ser puntual con los regalos, comprarlos el día en que lo entregaré.En la feria de comida, nos sentamos en las mesas que están al frente de Pollo Arturo’s. Al no haber KFC, prefer&iac
Último capítulo