Heller despertó con un sobresalto, como si su propio cuerpo hubiera sido arrancado de un sueño inquietante.
El corazón le martillaba en el pecho, la respiración entrecortada.
Al abrir los ojos, por un instante no supo dónde estaba, hasta que giró la cabeza y la vio.
A su lado, entre las sábanas revueltas, la loba Irina despertaba lentamente.
Su cabello caía desordenado sobre los hombros, y sus ojos reflejaban una mezcla de ternura y miedo. Heller, al darse cuenta de su desnudez, se apresuró a cubrirse con la manta, la confusión dominando cada fibra de su ser.
—¡Padre! —exclamó, al ver la imponente figura del rey de pie en el umbral.
La respuesta fue brutal. Un golpe seco, una bofetada que lo dejó tambaleándose y con el rostro ardiendo. Su lobo interior rugió con rabia, queriendo defenderse, pero el peso de la autoridad real lo doblegó.
—¡Eres un fracaso, Heller! —tronó el rey con voz ensordecedora—. Has deshonrado a tu linaje. No te casarás, no lo mereces. Tu castigo será llevar la ma