Durante los dos o tres días que siguieron, Sienna observaba desde la silla junto a la ventana, a menudo fingiendo estar dormida o absorta en su teléfono, pero en realidad, absorbiendo cada interacción. Veía la forma en que Leo inclinaba su cabeza para escuchar las respuestas apenas audibles de Ethan, la paciencia infinita con la que acomodaba los botones del pijama del niño o le ajustaba la manta.
No había un ápice de obligación en sus gestos, sino una ternura genuina, un afecto que parecía surgir de lo más profundo de su ser, un instinto protector que la confundía y la atraía a partes iguales. Era como ver al némesis del hombre de sus recuerdos pero con el mismo rostro.
Una de esas tardes de interminable espera, mientras Leo le contaba a Ethan sobre un viaje que había hecho a las montañas, la risa suave del niño llenó la habitación. Era una risa que su madre no había escuchado en semanas, un sonido frágil pero lleno de vida.
Leo la miró por encima del hombro del niño y sus ojos se en