El aire en las catacumbas era tan denso que parecía susurrar por sí mismo. Las paredes, cubiertas de musgo negro y grietas que sangraban sombras, vibraban con un pulso lejano: el del Abismo.
Nyara avanzaba descalza, con el vestido hecho jirones que parecía flotar detrás de ella. Sus ojos, vacíos y brillantes como el fondo de un pozo, no parpadeaban mientras se acercaba al centro de la cámara. Allí, sobre un altar de obsidiana rajado, el Traidor la esperaba.
—No has traído a Darek —dijo él sin girarse. La voz le salía como metal raspando piedra.
—Ya no lo necesito —respondió Nyara, con una sonrisa apenas dibujada en el rostro—. Ha empezado a dudar. Y cuando un arma duda… deja de ser útil.