Austin temblaba. Las arrugas de su rostro, marcadas por los años y la culpa, parecían más hondas que nunca. Sus ojos azules, que alguna vez fueron duros como el hielo, ahora estaban llenos de lágrimas contenidas. El bastón en su mano se sacudía contra el suelo, incapaz de sostener todo el peso de su arrepentimiento.
—Michael… —murmuró, con la voz ronca, casi un suspiro—. Lo siento. Siento mucho lo que hice en el pasado. Siento el daño que causé. Yo…
—¡No te creo nada! —lo interrumpió Michael con furia, sus palabras retumbando como un disparo. Tenía los puños cerrados, los ojos inyectados de rabia—. ¡Eres un maldito farsante! Un traidor que solo sabe destruir.
Elizabeth, con un nudo en la garganta, no pudo contenerse más. Dio un paso al frente, su voz se quebró en el aire.
—¡Basta, Michael! —suplicó, las lágrimas empañando su mirada—. Déjalo hablar.
Austin inspiró con dificultad, como si cada palabra que estaba por pronunciar lo desangrara. Su cuerpo entero parecía doblarse bajo el pes