un juego de palabras

Juan observó cómo el humo del cigarro se elevaba en espirales y desaparecía en el patio tenuemente iluminado, como un secreto engullido por la noche. La risa de Gonzalo resonó en el yeso agrietado, brillante y quebradiza, y por un instante Juan se permitió disfrutar del sonido: la afirmación de un hombre que creía que el mundo aún le debía justicia.

—¿Gabriela? ¿Ingenua? —repitió Gonzalo entre caladas, dejando la palabra suspendida como una acusación y una bendición. Arrojó la ceniza a la cuneta rota con la crueldad casual de quien hace tiempo aprendió los placeres de la violencia menor—. Se cree una salvadora. Una redentora con manitas delicadas. Qué delicia, dejar que el rostro de una santa oculte una espada.

La mandíbula de Juan se tensó. Observó el rostro del anciano, cómo la luz de la lámpara resaltaba el mapa de viejas cicatrices bajo la barba. Gonzalo poseía una riqueza que volvía a los hombres aburridos y peligrosos a la vez: aburridos porque nada los sorprendía, peligrosos po
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