La luz del sol la alcanzó primero, cálida e intrusiva, colándose entre las cortinas e iluminando directamente el rostro de Gabriella. Gimió, apartando la mirada; la cabeza le palpitaba como un martillo lento. Tenía la boca seca y el cuerpo... el cuerpo se sentía extrañamente... ligero.
Demasiado ligero.
Parpadeó.
Entonces se quedó paralizada.
Estaba desnuda.
Envuelta solo en un edredón.
El corazón le latía con fuerza contra las costillas.
—¿Qué...? —susurró con la voz quebrada. Se incorporó de golpe, aferrándose con fuerza a la manta. Su mente repasó imágenes confusas: risas borrosas, un pecho cálido en el que quizá se había apoyado, el aroma de la colonia de Rafael, sus propias manos aferrándose...
—Dios mío —murmuró, con los ojos muy abiertos—. ¿Qué he hecho?
Recorrió la habitación con la mirada, presa del pánico. Su ropa había desaparecido. Tenía el pelo revuelto. El pintalabios corrido. Le daba vueltas la cabeza.
Por favor, dime que no hice ninguna tontería. Por favor, dime… ¡Ay n